El último narraluz

Robles está a la altura de la mejor literatura andaluza y, además, tiene lo más difícil: es sencillo

Francisco Robles, durante su discurso en la entrega de los Premios Ateneo VANESSA GÓMEZ
Alberto García Reyes

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Manuel Barrios escribió el «Epitafio para un señorito», pero no el de la narrativa andaluza. Esta tierra es la gran paradoja del olvido nostálgico. Está siempre echando de menos aquello que desprecia. Pero se sigue escribiendo con las tonalidades albarizas de Manuel Halcón, que liba su amargura en las cepas de Pedro Ximénez de la gran borrachera del Sur. Y con la tinta salobre de Quiñones, que relató con telarañas el olor a humedad de la pobreza y que tiznó de moho de las barcas los folios que sacó ya escritos de los esteros de Chiclana. Andalucía todavía se escribe con el barroquismo de señorito rojo de Caballero Bonald, que grabó en una cueva de Alcalá a un esquilador de mulos por soleá y que vio en los ojos de un gato el reflejo de los cazadores furtivos de Argónida atravesando marismas con la sangre a cuestas. Y se escribe también con el realismo desabrido de Alfonso Grosso o Julio de la Rosa, el léxico hambriento de Vaz de Soto, el brochazo de cal de las fachadas de Arcos en cada palabra de los hermanos Cuevas, la morenez de las metáforas puestas al sol en el cordel de Aquilino Duque o la veterana juventud de un deslumbrante contador de sombras llamado Antonio Burgos.

Andalucía es un género literario porque es una realidad travestida de ficción o una mentira que al contarla se transforma en verdad. Y sobre todo es un pozo infinito de ironía. Por eso los escritores que han intentado enfrentarse a esta ensoñación han sufrido la doble puñalada del arte: la excelsitud y la incomprensión. Sólo los autores de talento desmedido han podido escribirle por derecho a este laberinto sin salida. Pero todos los que lo han hecho han tenido que asumir que no trascenderían. Porque el popularismo falsamente atribuido a nuestras letras eclipsó a muchos maestros impopulares que eligieron el ostracismo a cambio de ser puros.

La pureza es precisamente la palabra que mejor define a Paco Robles, el último de ellos, que ha ganado el Ateneo de novela con una obra que ha escrito con las yemas de los dedos en carnes vivas. «El último señorito» es una melancolía moderna en la que se sublima la sencillez, que es el concepto más complejo que existe. Las relaciones endémicas de un pequeño pueblo que al mismo tiempo es todo el universo, la verdad filosófica en un lugar donde todos conocen la verdad silenciada, la miseria del envidiado, la fortaleza moral del crápula, el amor de estraperlo, la llama que ni el agua apaga, el periodismo buitre, la ciencia contra la maledicencia... Para escribir lo que ha escrito Robles hay que ser como él: muy frágil. Paco es una persona con un mundo interior inabarcable, es un sufridor callado, un sabio que no quiere enseñar a nadie, un tímido simpático y, sobre todo, un inseguro valiente. Es un autor cimero, y humilde, que ahonda aún más la mina de oro de ABC, su casa. Es un orgullo para quienes tenemos la fortuna de leer en este pequeño pueblo de papel la literatura universal del último narraluz. El que nos escribe sobre la piel. Un hombre excelso, incomprendido por sí mismo, que sabe llorar a solas sobre su propio epitafio: el folio en blanco de cada día.

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