Sevilla, una emoción

Los lectores me envían las hojas de un libro sin páginas: «La emoción de Sevilla»

Órgano de la Catedral de Sevilla JUAN JOSÉ ÚBEDA
Antonio Burgos

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Tengo unos lectores que no me los merezco. Sé que es un préstamo de incalculable valor que cada día me hace ABC. ¿Pues no que me han adivinado el pensamiento, y que en cuanto he dicho que la grandeza de Sevilla radica en su Patrimonio Emocional se han puesto a mandarme sensaciones de su personal catálogo de repelucos? Como aquel que afirmaba que la economía es un estado de ánimo, Sevilla, sí, es una emoción.

Igual que don Manuel Siurot escribió «La emoción de España», libro que teníamos para su lectura en voz alta y por turno en un corro en el colegio de la Doctrina Cristiana de Guzmán el Bueno, ¿verdad, Antonio Dubé de Luque?, los lectores me envían las hojas de un libro sin páginas: «La emoción de Sevilla». Que pueden ser, entre miles más, estos emocionantes repelucos:

La Marcha Real sonando en el órgano de la Catedral tocado por Don Enrique Ayarra cuando entra la Custodia al terminar la procesión del Corpus. Los clarines de la desaparecida banda montada de la Hermandad de la Paz, tocando «Retreta y polca» y recordando al Brigada Rafael después de pasar el Arco del Postigo al empezar la tarde del Domingo de Ramos. En ese mismo Arco, la paraíta en la reja de la Pura y Limpia, para rezarle el «Bendita sea tu Pureza» y echar una moneda en el cepillo. La Cofradía de la Corona, sin otro acompañamiento que el olor de sus blancas flores, atravesando el Patio de los Naranjos antes de entrar en El Sagrario. Las cornetas de la Banda de la Centuria al llegar a Las Siete Puertas, Alameda pura y recuerdo de tantos flamencos, de Manuel Torre a Centeno. Los pitos del Silencio por la calle Francos. La esquila del muñidor de La Mortaja por Sor Ángela.

Cuando en una caseta, de noche, antes de echar el cierre, en ese silencio familiar que se crea, alguien con buena voz canta «Tiempo detente» de Los Romeros de la Puebla. Ese algo que a todos se nos muere en el alma cuando otro canta «Cuando un amigo se va». La bofetada de olor a dama de noche cuando sales ya puesto el sol después de un día de infinita calor, una vez que con la mareíta del atardecer ha refrescado algo. Cuando tus niños ven a lo lejos la carroza de la Estrella de la Ilusión de la Cabalgata, tras el parpadeo de las luces azules de los patrulleros de la Policía Municipal. Cuando llegas con el tiempo justo al Pizjuán, a un partido importante, y mientras subes las escaleras con el campo a rebosar, retumba en todos los rincones el «Y Sevilla, Sevilla, Sevilla» del Arrebato. Y ese «Óle, óle, óle Beti, olé» atronando los chalecitos de Heliópolis desde el Benito Villamarín cuando por el rugido del campo hemos sabido que el Glorioso ha marcado un gol.

La procesión de la Espada del día de San Clemente. El baile de los seises en el Triduo de Carnaval, con la Catedral casi vacía, secretos heraldos del Miércoles de Ceniza. Las monjas asomadas tras la celosía del convento de la Encarnación viendo a la Virgen de los Reyes y la campana de su espadaña volteando en un repique que desafía a la Giralda. Las Hermanas de la Cruz rezando en forma de cánticos conventuales desde el zaguán a las cofradías que pasan por la calle de Sor Ángela. Las monjas del Convento de Madre de Dios viendo La Candelaria. La campanita de los carráncanos del Corpus o de las procesiones de impedidos de la Sacramental del Sagrario o de San Lorenzo. La Marcha Real tocada por la banda cada vez que Su Divina Majestad bajo palio, en esas procesiones pascuales, entra o sale de la casa de un impedido.

En los toros, la ceremonia versallesca de pedir la llave el alguacilillo, lanzada por el presidente y recogida con el sombrero a pie de palco, entrando con el caballo dentro de la Puerta del Príncipe. Y las dobles mulillas, un tiro simbólico para los caballos y el otro, efectivo, para los toros. El silencio de la plaza del Arenal una tarde de cabales, sin farolillos, donde para ver hay que callarse. Y en una solemne parada militar en la Plaza de España, escuchar «La muerte no es el final». De vellos como alcayatas gitanas de Leroy Merlín.

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