Película

El verano, desde aquel día de tu llegada, fue una película que empezaste a rodar como protagonista absoluta

El verano que llegó Almudena fue distinto Jordi Romeu
Antonio García Barbeito

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Apenas te bajaste del coche de viajeros con una bolsa azul de viaje y todo empezó a llamarse como tú. Primero te llamaste «Forastera» en el baptisterio fugaz de la puerta de los casinos y en los malecones de chavales que veían pasar las horas: «¡Vaya forastera…!» «¿Has visto a una forastera que se ha bajado del coche de la una? ¡Un guayabo como no se había visto por aquí nunca! ¿A qué casa vendrá? ¿De quién será familia? Ha tirado carretera arriba.» Te llamaste «Forastera» hasta que alguien dijo que había venido su prima Almudena. Había venido desde Madrid, y había venido a pasar más de un mes en el pueblo. El verano empezó a llamarse Almudena y nadie fue capaz de cambiarle el nombre: «¿Has visto a Almudena con la falda azul y la camisa blanca? ¡Dios mío, qué belleza…!» «¿Has visto a Almudena con pantalón, en la bicicleta de su primo?» Todo se llamaba Almudena, o Almu, como le decía la familia.

El verano, desde aquel día de tu llegada, fue una película que empezaste a rodar, como protagonista absoluta, en cada paso que dabas, allí donde tus ojos verdes lo iluminaban todo o tu pelo negro y ligeramente ondulado todo lo enloquecía. Ni andares como los tuyos, ni gracia como la tuya, incluso cuando despreciabas una invitación de paseo, de baño en una alberca, de guateque, de una silla en el cine… Ni sonrisa como aquella que soltabas como un bando de jazmines alados y que encendía la noche y redoblaba la luz del día. Y aquella forma de hablar, tan fina, aunque dijeras «lar dos» y hubiera algún chaval que defendía a muerte que se decía «lar dos», sólo porque lo decías tú. Almudena en el río, la locura; Almudena por el paseo, la deseada por todos; Almudena en los patios de Mirinda y picú, la más solicitada. La novia soñada por todos los chavales eras tú, Almudena, y lo sabías, y quizá por eso, cuando te fuiste como una inmaculada bacante, envuelta en racimos de la vendimia que cruzaba el pueblo en angarillas, dejaste en cada uno de nosotros un pedacito de casi novia sin besos, sin caricias, sin palabras comprometedoras, es cierto, pero aquella condescendencia tuya, aquella amabilidad, aquella ternura, era ya gozar sin manos parte de tus dieciséis años. La otra noche estaba con un amigo en la terraza de un bar de un pueblo cercano, y llegaron dos parejas, mayores. Refiriéndome a una de las señoras, le dije a mi amigo: «Habría que haberla visto con veinticinco años…» Y me respondió: «O con dieciséis.» Le dije que mejor con veinticinco. Y cerró la jugada: «Pues tenía dieciséis cuando te volvió loco a ti, a mí y a todos los chavales del pueblo. ¿Te acuerdas de Almudena, la madrileña?»

antoniogbarbeito@gmail.com

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