Moldeando la opinión pública

Alguien como el doctor Sánchez representa las aspiraciones del españolito medio

Juan Manuel de Prada

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Dictaminaba Borges que las democracias son un curioso abuso de la estadística; si hubiese podido extender, más específicamente, su diagnóstico a la democracia española la habría definido como un prolijo abuso de las encuestas del CIS.

El llamado Centro de Investigaciones Sociológicas se ha erigido en el tabarrón máximo de nuestra democracia, actuando al modo de un oráculo sobre las preferencias políticas de las masas cretinizadas, como una mezcla de consultorio zodiacal y ranking de audiencias televisivas. Sus periódicos barómetros (¿y por qué no denominarlos «termómetros», o «sismógrafos»?) se han convertido en el catecismo botarate de nuestros políticos, que adaptan su conducta y su ideología y hasta su manicura a las directrices veleidosas de este oráculo tornadizo. Lo más irrisorio del asunto es que los barómetros de marras aspiran, con sus índices y porcentajes amañados, a ser una herramienta capaz de influir sobre nuestras decisiones futuras. Del mismo modo que las predicciones borrascosas del hombre del tiempo nos disuaden de salir de casa, o los shares raquíticos pueden condenar a un programa televisivo a su extinción, se supone que las estimaciones del CIS deben influir sobre nuestra «intención de voto», si es que el voto es un acto premeditado y no una mera compulsión o acto pauloviano.

La más reciente encuesta del CIS otorga una intención de voto fastuosa al doctor Pedro Sánchez y a sus huestes. Camilo José Cela, que miraba la política española con una suerte de cinismo cachondo, me repetía a menudo que el español es por naturaleza cateto y arrimadizo al poder, con vocación de gozquecillo lamerón; y este barómetro del CIS no hace sino reflejar esta penosa vocación del pueblo español, que aclamaba enardecido a Alfonso XIII y quince días celebraba exaltado su marcha al exilio, que lloriqueaba huérfano ante el cadáver de Franco y quince días después escupía ante su tumba gargajos irreprochablemente democráticos. Tampoco se pueden despreciar, al explicar el fervorín que ha provocado la llegada del doctor Pedro Sánchez al poder (tan ardoroso como pasajero), dos efectos sobradamente estudiados por la psicología de masas: el «efecto Dunning-Kruger», según el cual las personas más inconscientes e inanes despiertan siempre mayor confianza entre las masas cretinizadas, que las percibe como personas resueltas; y la «ley de la trivialidad de Parkinson», según la cual el político inane agrada más a las masas, porque plantea soluciones triviales y demagógicas a los problemas más peliagudos. Aparte del servilismo gubernamental propio del español y de estos efectos estudiados por la psicología de masas no debemos olvidar tampoco que alguien como el doctor Sánchez, con su currículum de tócame Roque y su propensión a viajar gratis por todo el morro, representa las aspiraciones del españolito medio, tan gorrón como pretencioso. Viendo a un tipo como el doctor Sánchez, el español exclama, imitando a Baudelaire: «Mon sembable, mon frère!».

Causa, en cualquier caso, bochorno intelectual asistir a los rifirrafes interpretativos entre facciones políticas a propósito de los barómetros del CIS. Son siempre los mismos, aunque se intercambien los papeles de quienes hinchan pecho o escupen espumarajos. Las encuestas del CIS no son, a la postre, otra cosa sino turbios guisos -con su aliño de manipulaciones- de un negociado dedicado al agitprop y puesto siempre al servicio del gobierno de turno, para moldear en su beneficio la llamada «opinión pública». Pues, como bien sabía Rousseau (y sobre esta convicción se funda su contrato social), nada hay más fácilmente manipulable que la opinión pública.

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