La madre del rey

Madre e hijo ya están en el cielo donde Silvio la recibió cantándole su «Swing María»

Silvio Fernández, en una imagen de archivo ABC
Felix Machuca

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Margarita Asuar, su albacea, iba a verla con cierta frecuencia a un asilo de Cazalla, donde le llevaba la alegría de su hijo en la memoria de un iPad. Eva ya no hablaba. Te miraba a los ojos con la expresión gentil y de amable nobleza que tuvo toda su vida y expresaba sus sentimientos apretándote las manos. Eran las suyas tan finas y elegantes que parecía que se las habían hecho en el taller de un imaginero. Vivía sus días finales. Tras haber pasado lo suyo en una residencia de ancianos en el centro de Sevilla, por donde algunos colocaron el foro romano al que su hijo, Silvio Fernández Melgarejo, tantas veces vitoreó. Cuando Eva veía los vídeos que le llevaba Margarita, con las actuaciones y canciones de Silvio, los miraba, miraba a Margarita y fijaba otra vez sus ojos en aquellas imágenes. Que resucitaban sus días más felices. Cuando su hijo, el rey del rock sevillano, era aclamado y reclamado por una corte de jóvenes irreductibles, que botaban llenos de vitalidad al compás irrefrenable y sorprendente de aquel fenómeno único y torrencial. Lo que el oxidado corazón de Eva pudiera sentir al revivir los años felices de una vida durísima viendo esos vídeos, se lo llevó a la tumba. Aunque nos dejó, como pista sentimental, los apretones de mano que le daba a su querida albacea.

La pasada semana, a los noventa y siete años, murió Eva Fernández Melgarejo. Y el rock sevillano perdía a la madre del rey. Le sobrevivió casi 17 mayos, si no me embarullo con las cuentas, pese a que alguna vez le confesó a Curro Silver Barber que Silvio debería irse antes que ella y ella inmediatamente después que su hijo, porque temía que nadie lo cuidase, lo sobrellevara y lo amara tanto como ella y su hermana Narcis. Temía que su única estrella quedara abandonada en las calles, como un perrillo sin dueño. Pero el destino nunca escribe sus sentencias como nos gusta y pretendemos los mortales. Eva sufrió la pérdida de una hija que quiso volar como un pájaro desde el alféizar de su ventana. Y padeció la bajada diaria al infierno de su hijo, alcoholizado y destruido por los fantasmas de una sensibilidad demasiado vulnerable, cuyo dolor Silvio sobrellevó en silencio por pura educación, como me recuerda Pive Amador. Un estoico, al fin, como Epícteto, Séneca y Marco Aurelio. Gitana rubia, emparentada con la familia lebrijana de los Peña, preparada y estudiada, hija de un carnicero de la calle Castilla, la madre de Silvio tuvo en su hijo la cruz y la resurrección, lo poco que la vida le había dejado tener para tenerlo tan destrozado. Tocaba el violín. Y es posible que los ayes más tristes de su derrota estuvieran a la misma altura que los desgarros heridos de la guitarra de Eric Clapton llorando por la muerte de su hijo.

Ella y su hermana Narcis, jugadora de frontón en su tiempo, otra Venus embriagadora por su hermosura y belleza, fueron las que cuidaron de un Silvio que, para poner los pies en tierra por la mañana, necesitaba una copa de coñac para que el mundo no le temblara en 3D. Me recuerda Pive Amador, a propósito de los algodones entre los que ambas hermanas blindaban al roquero para que no fuera tan cruel consigo mismo, que hay un reconocimiento a ese desvelo en una estrofa de «No tengo cita», cuando Silvio canta: «Yo me pongo la corbata/mas no llevo reloj/y me enfundo la chaqueta que mi mama me compró…» Las cenizas de la mamá Eva están en poder de Margarita Asuar. Pasarán algunas noches en el local de Don Curro, donde están las baquetas con las que Silvio tocaba la batería y, posteriormente, pasarán al panteón familiar en San Fernando. Para finales de mes hay previsto dedicarle un funeral en la iglesia del Cachorro. Al que asistirá Samy, el único descendiente que tuvo Silvio y que se parece extraordinariamente a su abuela. Hijo único de aquel matrimonio que Silvio contrajo con una rica heredera inglesa que lo soportó el tiempo justo de conocerlo. La madre del rey nos dejó serenamente, sin angustia ni dolor, como si ya presintiera que su hijo, en el cielo, la iba a recibir cantándole «Swing María»…

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