Javier Rubio - CARDO MÁXIMO

David contra Goliat

Siempre contamos la historia por lo que nos sucede, no por lo que deja de sucederles a quienes bajan a la fosa

Javier Rubio
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Siempre nos hacemos la misma pregunta capciosa: dónde estabamos cuando sucedió. Pero nunca formulamos la cuestión correcta: ¿dónde habrían estado las víctimas todo el tiempo que les arrebataron? Qué países habría visitado, qué fronteras habría cruzado, cuántos hijos le habrían nacido a Miguel Ángel Blanco. O cómo les hubiera ido la vida a Alberto y Ascen. O a los presos y sus familiares de Ranilla muertos por la explosión de un paquete en junio de 1991. Somos tan egoístas que siempre contamos la historia por lo que nos sucede, no por lo que deja de sucederles a quienes bajan a la fosa.

Y una cuestión aún más terrible sobre la que nunca queremos detenernos: qué habrá pasado por la cabeza del asesino todo este tiempo.

¿Le habrá rondado alguna vez la sensación de infinito descalabro por su alevosa acción? ¿Habrá comprendido la estirilidad del odio? ¿Sentirá frustración por el fracaso de la idea política por la que le quitó la vida a aquel joven maniatado?

El David del que hablo está en Panamá, al pie de la Carretera Panamericana. Se había hecho de noche porque en Paso Canoas, viniendo de Costa Rica, el guardia nos dejó parqueados hasta que se convenció de que no iba a haber coima. Fuimos a cenar al único restaurante que encontramos abierto y en el televisor, conectado el canal internacional de TVE, apareció una escena inolvidable que, contemplada a 8.300 kilómetros de distancia, resultó conmovedora: un ertzaina se quitaba el pasamontañas delante de una muchedumbre que lo jaleaba y lo aplaudía. Estábamos enterados del trágico desenlance a pesar de que viajábamos, tan campantes, sin teléfonos en el bolsillo. En la recepción del hotel de Miami nos habían puesto al día nada más comprobar por los pasaportes que volábamos de aquel país donde unos terroristas sanguinarios habían secuestrado a un joven concejal del partido en el Gobierno, habían dado un ultimátum y finalmente habían cumplido su amenaza de matarlo a sangre fría.

Durante aquellas jornadas tremendas a tanta distancia del hogar, aquellos días de plomo de julio de 1997, nos invadía un orgullo revestido de emoción. Sí, nosotros veníamos de ese país en el que por una vez los terroristas se escondían y los policías no tenían que ocultar el rostro. Sí, veníamos de la querida España, ensangrentada pero unida. Veníamos de donde muchos davides, anónimos, insignificantes, habían derrotado por una vez al Goliat del terror en un pueblito pequeño llamado Ermua con la simple honda de las palabras: ¡basta ya!

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