LA ALBERCA

El arte de Basterra

Jesús tenía la gran virtud sevillana de hablar un rato largo de algo sin necesidad de mentar el tema

Jesús Basterra junto a Salvador Dorado en la Virgen de los Ángeles de los Negritos ABC
Alberto García Reyes

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La última discusión que tuvo con su mujer, cuando ya las sombras del ocaso se habían adueñado de la alcoba de su vida, fue por culpa de esa devoción que Jesús tenía cosida en las entrañas con la misma aguja con que le echaron el pespunte de Santa Ana en su infancia trianera: «Llévame al campo, por lo que más quieras». «Pero, Jesús, si estás mu malito».

Era tan obediente que aceptó, aunque comiéndose por dentro. Porque faltarle a su equipo era una rendición que él no estaba dispuesto a firmar con tanta facilidad. El verde le dolía como sólo duelen las cosas que se aman de verdad. Yo lo sé. En un Vía Crucis venía detrás de mí llevando las andas. Rezaba. Yme animaba con ese compás de la calle que brotaba de sus labios como germinan los pregones de la boca de los vendedores ambulantes: «Venga, miarma, que las cosas buenas se hacen despacito». En uno de esos susurros, enajenado ya por su propia emoción y por su sencillez, sentenció: «Aguanta, que nosotros de aguantá sabemos tela».

A poca gente he conocido yo con más categoría que Jesús Basterra Ayesa. Fue capataz de la Esperanza de Triana, pero no le escatimaba piropos a la Macarena. Heredó del Penitente los martillos con los que Salvador había fraguado su leyenda. Y llevó a la Virgen del Refugio y a la de la Angustia: un arrabal y una universidad. Jesús fue hermano mayor de la patrona de los capataces y costaleros, Madre de Dios del Rosario, porque en el filo de su semblante aguileño siempre había un gesto de concordia esperando al enojado. Basterra tenía el arma más útil de esta ciudad para ganar las guerras: la gracia. Y en su capillita de fervores, cuando salía a relucir su equipo, siempre echaba el freno de la conciliación. Por eso yo lo tengo como ejemplo. Porque Jesús Basterra era primero cristiano. Y después lo que le echaran. Nunca se peleó con nadie. Jamás ofendía al contrario. Sólo hablaba de lo suyo. Y lo hacía aplicando una de las virtudes más sevillanas que hay: manteniendo una conversación sin necesidad de mentar el tema. Era un genio manejando el «aro», el «esojasín», el «tequiyá» o el «homepordió». Por ejemplo, cuando se encontraba con un costalero suyo en una reunión en la que se estaba comentando algún tema de actualidad que a él le parecía chino, ambos se miraban y Jesús le decía de una sola vez, por lo bajini: «¿Nolosabeyá?».

A mí me pasó con él muchas veces, pero recuerdo una especialmente inolvidable. Nos había ganado el contrario en nuestro campo y a los pocos días coincidimos en un acto cofrade.

—Vaya tela cómo estamos, miarma.

—Fatal, Jesús.

—¿Cambiará esto? Lo están bordando.

—Qué fatiguitas.

—Bueno, tú y yo no vamos a cambiar seguro.

Soy testigo de que lo has conseguido. Te has ido a la cima de tus levantás sin que nada te cambie. Por eso te escribo esto, Jesús. Porque sé que estás entendiendo lo que no hace falta que te diga. Y no te entretengas mucho hoy saludando a tu gente ahí arriba, que esta noche jugamos.

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