El Apunte

El último de una estirpe

Con Pérez Llorca se marcha un Cádiz cosmopolita, eficaz, generoso y culto que unía 1812 con 1978

Pocos hijos de Cádiz con mayor altura personal, ética, intelectual y política –si no son términos redundantes– en todo el último siglo y lo poco que va del presente. José Pedro Pérez Llorca no sólo deja la memoria de un enorme jurista. Sobre todo, la de un gran conciliador. Es una de las siete personas que supo dar forma a la Constitución de 1978, ese texto que ahora denuestan algunos con la osadía que sólo pueden dar la desmemoria y la ingratitud.

Aquel manual de reconciliación social, histórica y política de la España rota durante más de medio siglo aún sigue vigente y ha dado paso al periodo más largo y profundo de progreso comunitario, económico, integral y transversal, que haya conocido este histórico país en su larga historia.

Su origen gaditano , vocacional y apasionado, era sello esencial en Pérez Llorca. Pocos más conocedores del poso que la sociedad gaditana conserva desde 1812. Nadie como él representó mejor al pueblo de Cádiz , con el que tanto afecto mutuo le unía, en el Palacio Real o en el Oratorio de San Felipe Neri, en la Carrera de San Jerónimo, en el Museo del Prado, en cualquier tertulia. Cuando se conmemoraron los 200 años de la Constitución de 1812 –aquel 19 de marzo con una brillante ceremonia–, América y España estuvieron representadas por las principales autoridades de decenas de países pero nadie encarnó mejor la esencia democrática, liberal y constitucional, cosmopolita y tolerante, de la capital gaditana que José Pedro Pérez Llorca. Con su sola presencia, con su discreta pero brillante inteligencia, con su mesurado pero agudo humor, todo Cádiz estaba representado en el Oratorio o en el Senado, en cada aniversario.

Nadie encarnó mejor la unión invisible pero profunda entre dos cartas magnas esenciales en la historia de España . La primera la conocía como pocos estudiosos. La segunda, la firmó con honor. Quizás se haya ido el último representante ilustrado pero humilde de una tierra que fue, primero, epicentro del comercio mundial para luego ser eje político español en una etapa crucial.

Ese pasado dejó una tradición cultural, industrial, exportadora y cosmopolita que hasta ayer perduraba con fuerza. Con la muerte del gran ponente gaditano, ese legado tendrá que ser asumido por otros. No será nada fácil. El listón académico, profesional y ciudadano queda más alto, mucho más alto, que la Torre Tavira.

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