Yolanda Vallejo - HOJA ROJA

Tócala otra vez, Sam

La primera vez que lo vi fue en Ámsterdam. Llovía y como a los del sur del Sur nos acobarda mucho la lluvia, nos refugiamos en la estación central con la esperanza de que escampara pronto, y con la idea –desafortunada, siempre– de entretener a los tres niños

Yolanda Vallejo
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La primera vez que lo vi fue en Ámsterdam. Llovía y como a los del sur del Sur nos acobarda mucho la lluvia, nos refugiamos en la estación central con la esperanza de que escampara pronto, y con la idea –desafortunada, siempre– de entretener a los tres niños. Sonaba una música de fondo, como en casi todos los centros comerciales, porque la Ámsterdam CS es muchísimo más que una terminal de transportes públicos y, casi hipnotizados por la melodía, nos dimos de cara con él. Era un gran piano negro de cola, sobre una alfombra redonda en cuyos bordes se podía leer –lo intuimos, claro está, porque ninguno de nosotros entendía neerlandés– «espere aquí su turno». Al teclado, un padre y un hijo que no superaba ni en estatura ni edad a los míos, tocaban ‘All you need is love’ –se que hubiera quedado mejor citar a Dylan, dadas las circunstancias, pero era Lennon– a cuatro manos, mientras una paciente y ordenada cola esperaba su turno ante la alfombra.

Cuando acabaron, el crío, como todos los críos, quería más pero la simple indicación de su padre señalando a los colistas sirvió para que, con un aplauso espontáneo, acabasen su actuación y siguiesen con su paseo o con sus compras. El espectáculo continuó con una joven que cantaba acompañada por las notas que su novio –no sé con certeza si era su novio, pero pega en el relato– arrancaba a aquel piano comunitario, tan afinado, tan atinado.

Pensamos de inmediato en nuestro pequeño mundo. Y la misma idea se nos cruzó a los dos por la mente, como un latigazo, «si esto lo llegan a poner en Cádiz, dura el piano media hora o menos». Ni siquiera hizo falta decirlo, la imagen de un piano para tocarlo, gratis, en mitad de una plaza gaditana ya nos parecía demasiado exótica como para verbalizarla. Dejó de llover, y como si aquello no hubiese pasado nunca, borramos de la memoria el momento mágico de la Arcadia civilizada, en el que la música amansó a nuestras pequeñas fieras. Esto es Europa, diría mi disco duro y lo archivaría, sin más, en la carpeta de asuntos pendientes.

La segunda vez fue el jueves pasado. Llovía también, pero era una lluvia conocida, de las que sabemos que dura poco, de las que te invita a seguir con la rutina diaria, y sonaba un piano. Bueno, sonaban siete, impresionantes, de cola; porque Cádiz se había llenado de pianos en esa primera mañana fresca del otoño, gracias a la iniciativa de la Fundación Jesús Serra en colaboración con el concurso internacional de música María Canals. Y había gente que tocaba y había gente que escuchaba. Y gente que guardaba religiosamente su turno, solo para tocar las teclas, solo para tocar la música. Y la música, de repente, me trasladó a la estación central de Ámsterdam para reconciliarme definitivamente con mi ciudad. Hay muchos mundos, pero pueden estar también en este. Lo único que hay que hacer es dar con la tecla adecuada.

Y dar con la tecla adecuada es lo que lleva haciendo la asociación Cádiz Ilustrada desde hace tres años. Porque las ‘noches blancas’ no son más que la banda sonora que necesitábamos los gaditanos para empezar a conocer, a reconocer, y a valorar nuestro patrimonio, ese que está ahí siempre, y desde siempre, pero que nunca acertamos a mirar con los ojos de otros, como si fuésemos extranjeros en nuestra propia ciudad. La maqueta tan grandiosa como escondida, los azulejos llegados de Delf para quedarse en Santa María, las murallas, los cañones, el teatro italiano que asoma entre los muros de la casa de la Camorra, el paseo sin prejuicios, la música… la música que va marcando los tímidos pasos de baile que está dando la cultura gaditana.

Porque no solo de carnaval, cofradías y fútbol vive el hombre. El éxito de las dos noches blancas, o del programa ‘Cádiz se llena de pianos’ no son más que dos ejemplos de que algo se está moviendo, de que el eje de gravitación está cambiando y de que somos los ciudadanos –no tanto las instituciones– los que hemos conseguido poner el motor de esta vieja maquinaria en marcha, desengrasando con cuidado cada uno de sus tornillos, reconstruyendo con mimo cada una de las piezas que fallaban, sin prisa, sin pausa, con todo el tiempo del mundo por delante, con todo el tiempo del mundo por detrás.

Me gusta pensar que ya no hay manera de parar la máquina, que nosotros, los de ahora, ya no somos los mismos. Que por encima del ruido, se escucha un piano.

Mientras, hay quien todavía se entretiene desmadejando y cavando zanjas en la memoria. Ramón de Carranza fue alcalde de Cádiz durante la dictadura de Primo de Rivera y en los primeros meses de la guerra civil –porque la muerte se lo llevó en septiembre de 1936–, tras apoyar el golpe fascista. Me da igual que tenga una calle en Cádiz, me da igual que el estadio lleve su nombre, me da igual que su hijo tenga un puente y una avenida, porque también me daría igual que no la tuvieran. Sé que borrando la letra no se borra esa música.

Pero mientras haya un piano sonando prefiero mil veces oírlo antes que escuchar la fanfarria hueca de las trompetas apocalípticas de nuestros gobernantes.

Tócala otra vez, Sam. Mientras ellos ladran, nosotros cabalgamos.

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