HOJA ROJA

Tira al Juanillo de una vez

Los ‘Juanillos’ son más profanos de lo que parecen: su finalidad era deshacerse de las esteras con las que se cubría el invierno en las casas

Son los mitos los que configuran el imaginario colectivo o, mejor dicho, el imaginario social, que no es otra cosa que el conjunto de símbolos, de quimeras, de creencias –del verbo creer, en todas sus acepciones– y de valores comunes a un grupo social más o menos concreto; es decir, las cosas con las que una sociedad se identifica, ese prodigioso equilibrio entre la emoción y la razón, entre lo simbólico y lo práctico, entre la realidad y el deseo. Así funcionamos, mezclando tradiciones, leyendas, datos, historias y recuerdos que moldean nuestro imaginario colectivo al gusto del consumidor.

Sería muy evocador, y hasta poético, que los orígenes de nuestros ‘Juanillos’ se perdieran en la noche de los tiempos y se alimentaran de la misma tradición mediterránea, pagana y mágica, de la noche de San Juan. Que el solsticio de verano nos empujara a una ceremonia de purificación de sol y fuego, y que la renovación estival nos llenara de energía, y de magia, y de fertilidad, y de besos enamorados a la luz de la luna más breve del año. Que danzáramos alrededor de la hoguera mientras entonamos los versos más populares del Romancero de tradición oral, llenos de referencias a la noche más corta y a la mañana más hermosa.

Pero no. Qué le vamos a hacer. Ni el fuego gaditano es tan catártico, ni tiene propiedades tan afrodisíacas, ni guardamos ningún conjuro especial para celebrar la noche de San Juan. Los ‘Juanillos’ gaditanos son mucho más profanos de lo que parecen –o de lo que nos gustaría–, tan profanos, y tan prosaicos que su primitiva finalidad era la de deshacerse de las pesadas esteras con las que se cubría el invierno en las casas de Cádiz. Esteras que procuraban un entorno mucho más amigable del que proporcionaba el frío mármol de las solerías gaditanas y cuya vida útil no superaba el año, por lo que había que deshacerse de ellas de alguna manera. La pira, por tanto, no era ni un altar de culto, ni una ofrenda ancestral, sino que hacía literal la letra que se cantaba en torno a él: «tira lo que no quieras a la candela» –lo de tira a tu hermana y a tu abuela ya es de cosecha propia y muy incorrecto, dicho sea de paso–. La oportunidad de hacerlo la noche del 23 de junio venía marcada por el inicio del verano, de la nueva temporada y no había conjuros ni magia que superaran el gustazo y la necesidad de tirar todo lo viejo y lo inservible.

Por eso mismo, la tradición –con el peligro que tiene el concepto en nuestra ciudad– cayó en el olvido durante décadas y cuando se recuperó, a finales del siglo pasado, se hizo maleando su origen y sincretizándolo con otras tradiciones ajenas, hasta configurar eso de lo que le hablaba al principio, un imaginario social que hemos terminado por aceptar pero que nunca ha cuajado del todo. No me malinterprete, pero la decadencia de la fiesta de los ‘juanillos’ empezó en el mismo momento en el que se le aplicó el tratamiento de reanimación. Y eso que, en aquellos ya míticos ochenta, la intensa labor de las asociaciones de vecinos y de las peñas nos hizo creer que habíamos encontrado la fórmula magistral para dar el pistoletazo de salida a los festejos veraniegos.

Lo demás, ya lo sabe usted. Bandas de músicas y bomberos en un mano a mano de humo, gasolina, Tosantos fuera de temporada, muñecos irreconocibles, y Chayanne –»Baila que báilame, acércate un poquito Salomé»– en una carrera hacia ninguna parte que culmina con fuegos artificiales. Será mi opinión, claro está, y como cualquier opinión será cuestionable; pero lo innegable son los datos y de la veintena de ‘juanillos’ del 2009 hemos pasado a los nueve de este año, bajando en cada convocatoria. La propia fiesta se está consumiendo entre sus llamas y necesitaría algo más de combustible para volver a tener oxígeno antes de que muera para siempre.

Los mitos ayudan, es cierto. Y la evocación de un Cádiz en el que los ‘juanillos’ marcaban el inicio del verano es tan válida como la evocación de aquel Corpus de estreno, de romero y de veladas, aunque no queramos reconocerlo, aunque nos produzca urticaria hasta mencionar el nombre. El Corpus fue la fiesta por excelencia de los gaditanos, esa que, realmente, configuraba en el imaginario colectivo una identidad local, porque al margen del sentido religioso, era una festividad para la ciudadanía, organizada a partes iguales por el cabildo catedral y el cabildo municipal, y cuidada con esmero desde el Ayuntamiento, desde sus orígenes. Pasó por momentos malos, y momentos peores, y aunque ahora está mejorcito, su pronóstico sigue siendo reservado y tampoco ha vuelto a ser lo que era, o lo que nos han dicho que era, que para estas cosas la memoria suele ser una aliada demasiado interesada.

Este año el calendario, por esas extrañas carambolas del destino y de los mitos, los une a los dos –’juanillos’ y Corpus– en una celebración que comenzará bien temprano y que acabará rayando la noche más corta del año. Del altar de culto religioso al altar de culto profano sin solución de continuidad.

Promete la cosa. Quien sabe si de aquí sale algo nuevo, o si tiramos lo viejo, definitivamente, a la candela.

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