OPINIÓN

Pretensiones

Ciertamente, si consideramos a la sociedad como un conglomerado de individuos particulares que participan en ella ...

Ramón Pérez

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Ciertamente, si consideramos a la sociedad como un conglomerado de individuos particulares que participan en ella como seres reales que la van construyendo en base a sus aspiraciones (más o menos ilusorias) y a sus actos (más o menos ajustados a determinados códigos éticos), acabamos convencidos de la existencia de esas manipulaciones y engaños a los que los seres humanos nos sentimos expuestos a diario en una sociedad que parece dispuesta a arrojarse por el despeñadero de la locura.

Esta visión surge del presupuesto de que los hombres formamos parte del entramado social como seres de carne y hueso. También de que en el tejido social se distinguen dos texturas más o menos bien diferenciadas, las de los manipuladores y la de los que están expuestos a sufrir los daños que tal manipulación acarrea.

Pero al considerar al ser humano como un ser real dentro del entramado social, y al establecer además dicha distinción, tal vez estemos colocando al hombre en un lugar donde no se encuentra y estemos quizás atribuyéndole características que no posee. Según la teoría sociológica de sistemas, el ser humano es un sistema complejo formado por tres subsistemas diferentes: orgánico, psíquico y social. Así, el individuo, con su sistema nervioso de raíz orgánica y su sistema psíquico a modo de conciencia, no forma parte del sistema social. A este último sistema sólo tiene acceso mediante las comunicaciones que, ciertamente, le permiten sus capacidades cognoscitivas. Por tanto el hombre no es miembro de la sociedad sino en base a lo que comunique.

En este sentido, la división maniquea entre manipuladores y manipulados se difumina, porque el sistema social no parece otorgar ningún tipo de ventaja a los sistemas psíquicos cuando reciben de su entorno social la información requerida para continuar llevando a cabo sus propios procesos de conciencia. Estos sistemas psíquicos están obligados todos por igual a explorar el entorno social en base a sus propias expectativas, encontrando en él diferencias que ha de contrabalancear en su interior para combatir la incertidumbre íntima que los sostiene.

El problema sobreviene cuando estas expectativas se densifican como pretensiones, exponiendo a la conciencia a la consternación derivada de la necesidad de diferenciar entre la satisfacción o la frustración de dichas pretensiones. Del riesgo que conlleva esta apuesta no está exenta ninguna conciencia. Ni la del ser humano más humilde ni la del más poderoso. Cada conciencia, en la medida de sus pretensiones, obtendrá legitimación por parte de la sociedad o será víctima de la frustración. Las pretensiones del presidente de una firma de teléfonos móviles tienen las mismas posibilidades de fracasar que las del consumidor iluso que compra sus productos atraído por unas expectativas atizadas por la publicidad.

Quizás sea este el mal de nuestro tiempo. El de quienes encuentran legitimación para sus pretensiones fundamentadas de manera individual, y se siente además estimulados por el orden social para merecer aún más reconocimiento, fomentando en su conciencia este decreto de nueva planta de hacer-todo-lo-que-le-venga-en-gana. Y el de quienes, en el otro extremo, se topan con la decepción y buscan desesperada y absurdamente un tratamiento de comprensión, que no es sino la necesidad de terapia para su emocionalidad vapuleada. Aquí tenemos ya al individuo que intenta encontrar una salida declarando a la sociedad enferma, perdido en el jardín en el que el sendero se le bifurca hacia la pretensión de actuar arbitrariamente bajo el lema de esto-es-lo-que-me-place, o hacia la deriva nihilista de no expresar pretensión ninguna.

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