Yolanda Vallejo - OPINIÓN

La Gran Gymkhana

Por envidia somos capaces de cualquier cosa, usted lo sabe

Yolanda Vallejo
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Contra todo pronóstico y contra toda costumbre, no es, como pensamos, la envidia el pecado capital que más cultivamos por estas tierras de Caín, aunque tal vez sí sea el que mejor se nos da, y el que con más mimo sembramos, abonamos y recolectamos. Envidiosos machadianos, gentes con «los ojos siempre turbios», perros del hortelano que «ni comen ni comer dejan, ni están fuera ni están dentro», como dijo Lope de Vega. Como ve, lo de cainitas no es de ahora, sino de la cepa hispana más profunda, de donde siguen saliendo los licores que nos embriagan las entendederas. Por envidia somos capaces de cualquier cosa, usted lo sabe. Pero lo cierto, y lo más curioso, es que esta envidia es solo un efecto colateral de nuestro verdadero pecado capital que no es otro que la avaricia; es decir, el afán desordenado por la acumulación de lo que sea –preferentemente si ese lo que sea, lo posee otro–, riquezas, casas, coches, trabajo, familia, títulos, honores, privilegios… la avaricia no conoce límites.

Los griegos –los de antes- hablaban de la «hybris» –la desmesura- como uno de los defectos humanos más castigados por los dioses, frente a la sobriedad, la moderación y el término medio, que es donde –según ellos- siempre está la virtud.

La avaricia, el «todos queremos más» que decía el vals de Condercuri -convertido en un himno de identidad hispánica-, nos ha llevado a lo largo de la historia por caminos de perdición. El refranero lo advierte «la avaricia rompe el saco», pero como nadie escarmienta en refrán ajeno, seguimos empeñados en llenar el saco hasta que le revientan las costuras. Luego, nos resulta muy fácil disfrazar el resultado con frases hechas, «morir de éxito», «muera Marta, muera harta» y cosas por el estilo que no justifican nuestra avaricia, pero que entretienen los ánimos hasta que nos hacemos con un saco nuevo.

De esto sabemos mucho por aquí. Por avaricia cogimos la Velada de los Ángeles a finales de los ochenta y le echamos casetas, y atracciones y tómbolas, y aromas cofrades, y noches flamencas, y ruido, y cutrerío -¡uy, perdón, no quise ser derrotista!- y cuando ya no supimos qué más echarle, aquello pegó un reventón que justificamos alegremente con un «ya no interesa». Por avaricia, convertimos las “tradicionales” barbacoas del Carranza en lo que usted y yo sabemos, record guiness en la mayor mamarrachada jamás vista, con mudanzas programadas a la playa, con lotes de pitracos en todos los supermercados, con piquetes altamente agresivos parcelando la arena… y más madera. A mí, que soy una malaje oficial, siempre me dio mucha vergüenza que la megafonía anunciara en varios idiomas «está prohibido traer muebles a la paya», pero al parecer, a los avariciosos de turno les hacía tanta gracia, que alimentaron a la bestia hasta que la bestia fue lo suficientemente mayorcita como para tragarse a todos sus cuidadores de un solo bocado. Y así, fue como pasamos del «pedazo de barbacoa del Carranza», a lo que tendremos este año, y –afortunadamente- por última vez. Y del mercado andalusí –que ni está ni se le espera-, o lo que demonios fuera esa muestra de jabones, caramelos y demás objetos no identificables entre el gentío, no le hablo, para no darle más argumentos esta semana de los que habitualmente le doy.

En fin. Avariciosos empedernidos, que no nos conformamos con lo que tenemos sino que queremos siempre más. «Horror Vacui» lo llamaban los clásicos, miedo al vacío. No basta con tener una cosa, y cuidarla, y criarla saludablemente, no. Hay que tener todo y tenerlo ya, porque en esto no es la antigüedad el grado, sino la inmediatez de hacerlo todo a la vez. Como la yincana de ayer.

Una yincana –por mucho que le duela la vista, es esta la única grafía admitida por la RAE- es un conjunto de pruebas de destreza o ingenio que se realiza por equipos a lo largo de un recorrido, normalmente al aire libre y con una finalidad lúdica, que se acompaña muchas veces de buenas intenciones benéficas. El objetivo último es completar un circuito en el menor tiempo posible superando complejas pruebas y memorizando unos imposibles recorridos llenos de vueltas y obstáculos. Aquí la llamamos gymkhana, seguro que porque tiene más letras –la avaricia- y organizamos muchas a lo largo del verano, poniendo así a prueba a la hostelería gaditana –que siempre llega tarde y termina llorando-, a los vecinos del casco antiguo y a los servicios de limpieza.

Verá. Si entre los meses de julio y agosto –que son los fuertes del verano- suman nueve fines de semana, ¿qué necesidad hay de concentrar todos los actos en los mismos días, si no es la de acumular por acumular? O la de ofrecer estampas como la impagable imagen de la mudanza de Borriquita por San Juan de Dios a los sones del Off No sin Música, que todo puede ser. Porque anoche, entre el concierto de Canteca de Macao en la Catedral, el Carnaval de Verano en los alrededores y la extraordinaria salida de Vera-Cruz –treinta autobuses vinieron para acompañarlo-, uno estaba en la gran Gymkhana.

Tanto es así que ganas daban de decirle al paso de misterio lo mismo que la Banda de Cornetas y Tambores Amigos de las Lágrimas, la Crú y el Calvario de Cádi –impagable el Showmancero de David Medina y Andrés Ramírez-, «otra vé, otra procesión».

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