Francisco Apaolaza - OPINIÓN

Biarritz

Cuando se pierden las referencias, hay que ir allí a recordar lo que está bien hecho, lo auténtico

Cuando Sacha Guitry dudaba entre dos playas, una de ellas siempre era Biarritz. Se va llegando desde lejos. En la carretera, más allá de los tejados de las villas, se siente toda su sal disuelta en el viento que entra por la ventanilla del coche. Hasta la entrada al parking llega el perfume de algas batidas contra la roca quince mil veces en cada pleamar y después sublimadas al aire en una capa de aroma a iodo verde. De Biarritz me gustan hasta los garajes .

Sale uno de un agujero sucio con P de aparcamiento de Madrid como la cueva del basilisco de Harry Potter y, de pronto, entra en uno de esos aparcamientos que huelen a limpiasuelos con bioalcohol. Suena Chopin y atienden tipos estupendamente vestidos con despachos pulcros, amplios y ordenados como para firmar la compra de un cuadro de Vasili Kandinski.

Hasta el asfalto me gusta después de esos baches de la Madrid de Carmena sobre los que salto como abismos. Debe de andar trabajando un equipo de National Geographic intentando probar que algunos de esos agujeros conectan con las cuevas de María Moco de Cádiz. En Biarritz, en cambio, mañana podrían correr una prueba de F1. Vamos allí a nada, a estar, a respirar, a mirar a la gente bajar por la avenida del Maréchal Foch con esa elegancia ‘décontractée’, que es la única manera posible de elegancia, a decir ‘Bonjour madame’ y ‘Monsieur, je vous en prie’. A la cumbre del buen gusto. Cuando se pierden las referencias, hay que ir allí a recordar lo que está bien hecho, lo auténtico. Biarritz contra lo sucio, contra lo feo, lo zafio, contra lo que está mal; una ciudad como el sentido de la medida.

Biarritz del Hotel du Palais, de los casinos, la Villa Belza suspendida sobre las rocas, y los camareros que serpentean entre las terrazas de la Grande Plage, de casas con balaustrada para el cuarteto de cuerda en cuyos salones, durante las fiestas, Karl Lagerfeld bebe champagne a morro, baila pasodobles con Carolina de Mónaco y lanza su alarido de guerra: «¡Picasso me pone!».

Esa ciudad en la que todo es posible se concibió como el capricho de Eugenia de Montijo , pero debajo de toda la pompa y la circunstancia, sigue latiendo, suspendida en el tiempo y en el espacio, la villa ballenera y arrantzale, la sal por los rincones, la fuerza y determinación de una casta de hombres que no se ha terminado de ir... Como si se escuchara aún el crujido de los remos en los toletes de las txalupas que salían a por el leviatán.

Tampoco el mar de Biarritz es de los de esas bahías concebidas por Dios en la mansedumbre, como para que les metan mano los críos turistas con sus patos de goma. Es uno de esos en los que uno entra con una tabla, dos pulmones y las cosas claras, casi con permiso. El mar del País Vasco no es una piscina con sal; es agua abierta, corriente, resaca, maretón y dos metros de ola para sacarse hasta los mocos de la primera rabieta.

Flota en Biarritz, suspendida en aire, una lección sobre avanzar y mantener las tradiciones, sobre ser uno mismo sin ser un cateto. Vamos a asomarnos al Cantábrico estremecido y recordar las palabras de Eduardo Chillida que son un camino en la vida para avanzar sobre el cable de equilibrista entre lo particular y universal: «Soy como un árbol: con las raíces en un país y las ramas abiertas al mundo».

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