Francisco Apaolaza - ARTÍCULO

Belenes

Mi padre era de esas personas que piensan que toda empresa puede llevarse a cabo

Francisco Apaolaza
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Mi padre era de esas personas que piensan que toda empresa, hasta la más descabellada, puede llevarse a cabo. Cualquier mundo era posible en la realidad si antes se había concebido en su cabeza. Un día de inspiración decidió tomar una pequeña bombilla, dos cables viejos del cuarto de los trastos que probablemente habían servido en los primeros experimentos de Edison y se decidió a poner luz en una de las casitas del Belén de Navidad. No se encendió. Abandonamos y nos largamos. A qué enrollarse con aquello pudiendo bajar a la calle a tomarnos un pintxo. Fue un día tranquilo sin llamadas de familiares y amigos hasta que alguien se dio cuenta de que mi padre había empalmado la luz de la urbanización galilea con la red telefónica y se había cargado las comunicaciones de la casa.

En aquellos días, un tal Edu felicitaba las fiestas. Ahora quieren imponer la paridad en el nacimiento y a mí, lo de las tres reinas magas me quiere sonar a un número navideño de un bar de carretera de Benavente. El Belén siempre ha sido un espacio trasgresor abierto a lo distinto. En el nuestro aterrizaban aviones de juguete que descabezaban a Melchor, se paseaban galápagos de verdad y ante el portal un año pusimos a pastar a una cobaya que, a escala, medía lo que el camión de la basura y que se comió el brazo de un pastorcillo.

Hay que reconocer el arte de los grandes belenes, pero los mejores son esos dioramas caseros en los que se estira la lógica. Las cortezas son montañas, el centurión romano es más alto que las casas, las gallinas miden el triple de las ovejas y los pastores se arrastran, quebrados y mutilados por los años de servicio, como un ejército mutante de alguna guerra olvidada. Los gatos se bañan en los ríos y el Niño, que necesita del calor de la mula y el buey, anda ahí, en paños menores con la que está cayendo fuera. En Belén dan ocho grados para esta madrugada, pero en los nacimientos de las casas siempre ha habido mangas cortas y nieve. Son así, un dislate, pero son los nuestros y no nos gusta que nadie con gafas de género y una cartera de votantes venga a meterles mano y armar su belén con las piezas del nuestro.

El nacimiento no necesita revisionistas ni guardianes de lo correcto, pues son justamente su estrambótico encanto y sus divinas contradicciones las que lo asoman a la infinita complejidad del mundo. En Belén no hacía calor, ni había nieve, ni detrás de un arbusto hacía de vientre Joan Laporta pues todo eso no es más que tradición y una herramienta para celebrar la adoración del débil, para buscar la grandeza en el que no tiene nada más que el aliento. A alguien en Madrid se le ha ocurrido que alguno de los magos sea maga para adecuar la escena a la sociedad de hoy pero, si nos ponemos rigurosos, a los belenes actuales les sobra musgo y les faltan cascotes y cristales rotos, cráteres de barriles bomba y un montón de chalecos salvavidas naranjas a la orilla de un mar de aluminio. En Alepo, en Kunduz, en la noche de una zodiac frente a la costa griega, para millones de niños Jesús, la estrella del Belén es una bengala y hiere como una amenaza, que escribió Aute. Que Dios los cuide esta noche. Feliz Navidad a todos. A a partir de ahí, el niño Dios dirá.

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