AL FILITO

Quieto todo el mundo

Ante este estado fallido, ya hemos visto que el Golpe podría venir del Narco, un rey moro, Putin o un pucherazo

Comienza la semana con la perspectiva del viernes, 23 de Febrero, que aquel 1981 cayó en lunes. Recuerdo perfectamente aquella tarde. Me encontraba en casa de mi «tata», en Loreto, disfrutando de la compañía de mis primos y aquella merienda frente al televisor, viendo aquel ... bodrio de «La Mansión de los Plaff» y echando de menos el Barrio Sésamo prehistórico, el de Caponata y el caracol Perezgil, tan inocente y naïf, sin sospechar que los nuevos tiempos pronto nos colocarían a un tal Chema flipado con la harina de su panadería, una Ana mareando al persona luciendo sus fabulosos y adelantados leggins y a un tal Don Pimpón incapaz de disimular el cable con el que accionaba la articulación de su inquietante mandíbula.

El caso es que, al rato, aparecieron ambas madres por la salita, alteradas, estropeando el cotarro. Buscaban algo, apretando botones en el aparato, un gesto que hoy me resulta tan pueril como enternecedor, pues solo había dos canales de televisión y la Segunda Cadena acababa de despertarse de su Carta de Ajuste.

Alguien, (seguramente mi tío Antonio), llamó por teléfono (el fijo, fijado a la pared de la cocina) y les alertó de lo que algún compañero de trabajo había oído en la radio. Pero nada pudo verse en la tele, al menos en mi caso, pues inmediatamente cogimos el camino de vuelta a casa en el autobús de Puntales que tenía parada frente al cuartel de la Guardia Civil, a la que tanto se encomendaba mi madre cada madrugada que salía en dirección a su trabajo en la Fábrica de Tabacos y a la que tanto recelo absurdo sentía en aquella tarde de invierno, cuando me llevaba de la mano con paso acelerado al pasar por la puerta, rumbo al hogar.

No recuerdo cómo llevaría el semblante. Sí que, por aquella época, era filo-socialista (en todas partes cuecen habas) y quizá esa dolencia le ocasionaría alguna alteración en el señalado día. Por alguna razón u otra, quedó grabada en mi mente una frase que aparece en mi subconsciente cada vez que veo a un picoleto y que profirió uno de los que montaba guardia en la puerta con su metralleta: «Tranquila, mujer, que no pasa nada». Ignoro si aquel exhorto amable devino por la expresión de angustia de mi madre o porque ya habrían apreciado cierta inquietud en el barrio, pero lo cierto fue que tuvo efecto inmediato. Cesaron las prisas y los jalones de mi mano, aunque solo me ahorraran trescientos metros de sufrimiento.

Conservo, en nebuloso popurrí, las imágenes de don Antonio, armado, bigotudo, en la Tribuna del Congreso, el discurso del Rey engalanado, los tanques por las calles de Valencia, un puñado de soldados saliendo por ventanas y la película «El Asombro de Brooklyn», en una mañana de martes, 24 de febrero, sin colegio. De hecho, los golpes de esa película compitieron en popularidad colegial durante mucho tiempo con el estribillo carnavalesco de «al suelo, que viene Tejero» y es, posiblemente, uno de los pocos recuerdos claros que mis compañeros de pupitre conserven de aquel día.

Yo, desgraciadamente, ya era repelente hasta el extremo de escuchar la radio junto a mi padre (hora 25) y prestar atención a unas imágenes que han marcado mi vida, aunque no me haya ido como deseara: aquellas que retrataban a una tropa de cobardes agazapados bajo su mesa, a un señor con el rostro demudado que permaneció impasible en el asiento que lo acreditaba como Presidente del Gobierno y a un vejete que se enfrentó a seis fulanos armados que lo agarraron por el cuello y solo regresó a su asiento cuando aquel que ocupaba inalterable el sillón azul salió a socorrerlo, encarándose con los asaltantes, mientras los restantes 347 diputados permanecían refugiados, etiquetándose para la eternidad.

Esos dos señores que mostraron el pecho para defender la Democracia se llamaban Adolfo Suárez y Manuel Gutiérrez Mellado y eran, ambos, antiguos falangistas. Del monto, sobrante y achantado bajo el escaño, salió al poco tiempo una mayoría absoluta plagada de supuestos, valientes y abnegados «luchadores antifranquistas». El resto es historieta.

Actualmente no sería la Guardia Civil quien atentara contra el Estado de Derecho, precisamente. Ante este estado fallido, ya hemos visto que el Golpe podría venir del Narco, un rey moro, Putin o un pucherazo. La diferencia con aquellos años ochenta no se encuentra solo en el tamaño del bigote. Hoy, para frenarlo, tenemos al «Preparao», al «icono» de la Moncloa y a un ministro de interior cuya cobardía e infame actuación hace tirar por tierra trienios de propaganda igualitaria.

Nos faltan hombres.

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