OPINIÓN

De vetos y vidas

No sabíamos tanto como sabemos ahora. No etiquetábamos a todos y a todo; ni expresábamos nuestras opiniones como si nos fuera la vida en ello

Javier Fornell

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En algún momento, sin que nos diéramos cuenta, nuestra vida dio un salto a un metaverso digital en el que todo se telegrafiaba con pelos y señales. Las redes sociales nos convirtieron en exhibicionistas de nuestros sentimientos y descubrimos el placer de creer que creábamos envidias en terceros con nuestras falsas vidas de película. Pero la película poco a poco se volvió una historia de terror y comenzamos a enfrentarnos unos a otros, muchas veces por temas peregrinos y, la mayor parte, por cuestiones políticas. En las redes, radicalizábamos nuestros discursos, aprendiendo a bloquear como salida al conflicto.

Un bloqueo que, casi sin querer, como cuando entramos en las redes, también saltó al mundo real. Quizá por la pandemia, quizá por reflejo de la nueva sociedad; sea como fuere, nos volvimos selectivos y creyéndonos inclusivos nos volvimos excluyentes. Alejando de nuestro lado a quienes piensan diferente, a aquellos cuyas opiniones nos resultaban incomodas. El veto en la vida para cerrar cualquier veta de tolerancia.

Y al calor de una sociedad hipertolerante hemos creado una generación «woke», que, aunque realmente significa «despierto» (y que nació como una campaña contra el racismo en Estados Unidos), lo que ha despertado ha sido la hipersensibilidad. Y eso, en la situación que vivimos, es un salto atrás. La realidad histórica es la que es: nuestra existencia es cíclica y estamos en una fase de radicalización social; de creación de bloques que se van cerrando los unos a los otros hasta excluir al diferente. En la que el tolerante se convierte en el más intolerante al desear prohibir cualquier expresión contraria a sus propios sentimientos. Defendiendo a quienes no desean ser defendidos por no sentirse atacados.

La sociedad real, la que se aleja de las redes, no es muy diferente. Sobre todo, debido a que las nuevas generaciones solo conocen un mundo pegado a una pantalla. Eso no quiere decir que no salgan o que no socialicen; lo hacen, pero están hiperconectados creyendo que el «me gusta» en tiktok es la máxima expresión de la amistad; creyendo que el camino del éxito se realiza desde un directo en twich. En otro tiempo, en el pasado, jugábamos en la calle, creábamos redes de amistad basadas en los equipos de futbol callejero; en las pandillas de los pueblos; en los amigos del cole que luego correteaban por la plazuela escabulléndose de unas madres que llamaban a la cena. Crecimos insultándonos y «moteándonos», curtiéndonos en batallas de barro mientras nos obligábamos a saber que «aunque al Canijo el gustaba jugar con las niñas, es buena gente»; sin saber como los pensamientos se agolpaban en su mente, pero estando a su lado para que se sintiera mejor cuando estaba triste.

No sabíamos tanto como sabemos ahora. No etiquetábamos a todos y a todo; ni expresábamos nuestras opiniones como si nos fuera la vida en ello. No nos iba, la vida era lo que hacíamos no lo que decíamos. No mostrábamos en redes, lo hacíamos con los actos. No vetábamos, vivíamos.

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