opinión

Orfandad

«La peor de todas las orfandades es aquella que te sitúa en la cúspide de la pirámide, por encima de ti nadie te hace sombra»

Antonio Ares

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La orfandad, como la soledad, tiene sus grados y categorías. La verdadera soledad es la interna, esa en la que a pesar de buscar en lo más recóndito de tu alma no te encuentras a ti mismo. Te sientes extraño y tan único que la nada es tu interlocutor. Es aquella en la que en medio de una muchedumbre, y rodeado, incluso de los seres más queridos, vives la rareza de un espectador anónimo que hurga en historias que nada le importan. En cuanto a la orfandad puede que sea algo más nítida, más fácil de definir ya que viene definida por un árbol genealógico, con sus raíces oscuras, su tronco recio y sus aireadas ramas. La peor de todas las orfandades es aquella que te sitúa en la cúspide de la pirámide, por encima de ti nadie te hace sombra. Ya sólo puedes mirar hacia abajo. También existen otras orfandades que te condenan a vivir con un rumbo incierto y con un corto plazo inseguro. Pese a nuestra individualidad, nuestras soledades y orfandades son sólo una metáfora de la corta existencia humana. Como seres individuales es imposible que podamos renegar de las piezas que conformamos en el gran puzle del Universo.

Posiblemente no haya en todo el almanaque, católico, apostólico y romano, un santo que concite más unanimidad en lo que a la naturaleza y la protección la naturaleza se refiere que San Francisco de Asís, patrón de animales, ecologistas y veterinarios.

Desde hace un tiempo la mano del hombre nos está condenando a nuestra propia orfandad. Huérfanos de algunos hermanos pequeños, de esos en los que no reparamos, y de los que incluso renegamos por sus molestias de urbanita de piel muy fina y de remilgos existenciales. Huérfano del hermano saltamontes, que con su armadura de verde camuflaje no lo hemos visto danzar este verano a saltos al calor rutilante del sol del mediodía. Huérfano de la hermana mariquita que con su traje de lunares bicolor, de un diseño muy atrevido en la moda de la movida zoológica, no se ha posado sobre la ropa blanca seca y recalentada en los tenderos al sol. Huérfano de la hermana libélula, que con sus opalescentes alas y sus prodigiosas maniobras de vuelos acrobáticos, no se ha podido disfrutar los días de recia e insistente levantera. Huérfano de la mariposa aladas multicolor en su trasiego de metamorfosis constantes. Huérfano de la melífera incansable y hacendosa que desde la noche de los tiempos endulza la vida de los mortales y da luz a sus noches aciagas.

La comunidad científica nos advierte de que en los próximos años podremos perder una gran parte de la biodiversidad, sobre todo la que se refiere a los seres vivos más diminutos, insectos y artrópodos, de los que apenas conocemos un diez por ciento de sus especies.

Y ahora, en Cádiz, le toca a los árboles. A esos seres vivos estáticos, en los que no reparamos en sus beneficios, más allá de la ornamentación y de los que nos quejamos por sus maltrechos alcorques. Huérfanos de dragos, de ficus, de acacias, de pinos piñoneros, de araucarias, de algarrobos, de cipreses. ¿Qué nos diría nuestro sabio Celestino Mutis?

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