OPINIÓN

Gafas

Hay quien puede pagar más y encima tiene suerte y hay quienes no

Ayer empezó la campaña electoral y dicen que va a hacer bueno todo el día. Es viernes, así que supongo que será buen día, al menos a partir de las ocho de la tarde para buena parte de nosotros. Llover, no va llover, eso casi ... seguro. Y ese es mi análisis, en principio, del comienzo de campaña. Por lo demás, esta semana pasada me pasó una cosa increíble.

Verás, yo vivo en un cuarto piso. Sin ascensor. No es relevante, pero siempre lo denuncio. Mis piernas, al menos. Pero volviendo al cuarto piso, se puede decir que está alto. Da vértigo, un poco, la mayoría de las veces que miras abajo. Cuando miras al frente ves al vecino, que tiene más vergüenza que yo y casi siempre la persiana bajada. Pero volviendo a lo del cuarto piso y a que se puede decir que está alto, altísimo, me puse yo el otro día a sacudir unas sábanas, las del sofá, las que pongo porque mi perro, Pepe, suelta pelos, muchos pelos, tantos que si los juntaras podrías hacer un abrigo de pelo de Pepe. La cuestión, la sábana.

Lo que ocurrió con la sábana. Yo tengo gafas y estaba ahí, en el balcón de mi cuarto piso, alto, altísimo, sacudiendo los pelos de Pepe, los tantísimos pelos de Pepe. Todo iba bien, pelos por el aire, por la ciudad, dejando una estela abrigada para quien así lo quisiera, hasta que ocurrió lo impensable. Yo soy torpe y tengo gafas, te recuerdo, y de un tirón, las gafas, de un cuarto piso alto, altísimo, cayeron directas al vacío. Yo miraba las gafas. Mal, porque no tenía gafas. En realidad, no miraba, sino que sentía, sentía todos esos pelos sobre mis ojos desnudos que contemplaban el borroso mientras las gafas volaban, planeaban súbitamente y se acercaban a la destrucción de su ser como gafas. Tragedia. Olvidé decir que estaba acompañado, por cierto. Había tanto pelo y tan poca gafa en aquel momento que ni me acordaba.

Mi colega Cristóbal estaba en el piso cuando escuchó el grito. Me escuchó decir un «no» alargado, estúpido, incrédulo, en verdad. Le dije: «Cristóbal, estoy ciego». Y no le vi la cara, claro. No puedo contaros más. Solo sé que mi colega bajó, escaleras abajo, sin ascensor, claro, como alma que le lleva el diablo. Sonaba un ay, ay, ay» cristobaliano por las escaleras que ponía las cosas en aviso. Iba a ser ciego por un rato. No tendría gafas, solo pelo de Pepe y el borroso. Fueron tres minutos sentidos hasta que Cristóbal, con toda la tranquilidad del mundo, me dijo: «Pues están bien» y me las entregó en mano para que yo dejara de estar ciego. Y esa es la historia.

A unas gafas enclenques apenas les afectó un golpe de cuatro pisos hacia abajo. Son las mismas que ahora mismo llevo mientras escribo. Y están ahí, supongo que más experimentadas en la materia del vuelo, pero sin un rasguño. Llevo pensando todo el día en eso. En por qué no se rompieron. Supongo que porque algún óptico las hizo así, tan fuertes, incluso para caer en picado desde un piso sin grandes consecuencias. Es verdad que pagué un quintal por las gafas, no por nada, sino porque cada vez estoy más ciego sin ellas y, claro, no quería que se me rompieran al primer día. O a lo mejor fue suerte, quién sabe.

Seguramente fue suerte, pero el quintal lo pagué, eso suma. El suceso, de cualquier forma, me rebosa una intriga, una necesidad de repensarlo importante, como el que ve un cuadro porque, así, sobredimensionando el ejemplo, yo creo que la vida muchas veces se rige por eso. Hay quien puede pagar más y encima tiene suerte y hay quienes no. Es la clave para que, a lo hora de recibir un golpe, salgas ileso o acabes jodido. Incluso en las situaciones más absurdas e inesperadas. Es algo que, creo, de hecho, hay que tener en cuenta siempre. Ya estés escuchando una historia, leyendo un artículo de opinión o, si te pilla de improvisto y no puedes escapar, te plantes sin querer delante de un mitin.

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