OPINIÓN

Un día en la oficina

Si mi generación es pionera en algo y puede sacar pecho, es en haber comenzado una senda, una cultura, que comienza a no dar pábulo, a no ceder un milímetro a lo siguiente: la vida empieza después del trabajo

Un curro es un curro. Trabajo. Algo que, en teoría, debería empezarse a una hora concreta y termina a otra, ya te digo, en teoría, también concreta. Hay, aún así, creyentes, sin saberlo calvinistas, que apenas pueden distinguir en su miopía vital y su vacío ... existencial, porque si no, no me lo explico, una cosa de la otra y que, ay, todavía se enfadan al leer algo tan básico. Si mi generación es pionera en algo y puede sacar pecho, es en haber comenzado una senda, una cultura, que comienza a no dar pábulo, a no ceder un milímetro a lo siguiente: la vida empieza después del trabajo y como cualquier transacción económica, solo se busca que sea rentable e indolora. Sentido común. Es una pena, sin embargo, que entre esos creyentes de los que te hablo, esos que insisten en malgastar el tiempo hacia lo sádico y el «vivan las cadenas», no sean pocos los que actúan como si fueran a heredar la empresa. Curritos como tú, seguro que los conoces, que insisten en hablar de vocación, como si esta no fuera una enfermedad propia de descerebrados o ciegos, para justificar cualquier cosa, pisotear a quien haya que pisotear y aceptar sin ambages la precarización del trabajo hasta los extremos más indignos con la esperanza de que pronto ellos escaparan de ahí. Solo así la rueda sigue funcionando. No hay otra forma de darle suelo al debate porque solo teniendo en cuenta esto comprendo cosas que he visto y que algunos no creeríais: compañeros despotricando de otros por lo bajo frente a una máquina de café, pero en voz alta para que escuche el jefe, irte a fumar un cigarro y de pasada oír cómo se le echa el muerto a compañero por cogerse una baja por depresión. Por dios, en ese plan, he llegado incluso a escuchar como llaman «vago» a quien se pilló dos días porque se le murió el padre. No todos son así, claro, pero lamentablemente son quienes más se empeñan en que los recuerdes pasados los años. A veces hasta se unen para echar a quien no comulga con la creencia, al raro o al que, simplemente, tiene una vida más allá de esas cuatro paredes. Ahora le llaman «mobbing», pero de siempre se llamó ser un capullo y un acosador. Está a la orden del día el asunto. Como a tantos otros, a mí me ha pasado. Más de una vez. El dichoso «mobbing». Según las cifras que manejan los sindicatos, al menos un 15% de los trabajadores en España lo sufre. Y diría que se queda corto porque hablamos de una práctica silenciosa, soterrada, que vive del cuchicheo, de la luz de gas, de que la víctima no sepa lo que está pasando, se aminore, explote y lo deje o se mate. Juraría, volviendo la vista atrás hacia los culpables, que todo nace de un conjunto de inseguridades ajenas a ti de las que, quien acosa, quiere, por todos los medios, desquitarse. Las razones pueden ser múltiples. La moral, la ideología, el sexo. No habría que hacer distinción, en todo caso, para señalarlos como lo que son: una lacra social. Un ejemplo concreto de la mayor mierda que se puede acumular en el mundo. A veces vejestorios que babean detrás de becarias y machacan a chavales, a veces flipados de turno que buscan hundir al débil porque, de tan cobardes, ni se les pasa por la cabeza enfrentarse al fuerte. La radiografía que te cuento, por suerte, se salva porque existe lo contrario, ya te he dicho. Hay que buscarlos, pero siempre hay buenos compañeros. Una mano amiga. Alguien que levanta la voz, que escucha, intenta animarte o te defiende, aunque sea en privado. Que te echa un cable a tierra. Alguien, en definitiva, con quien preguntarse en secreto por qué en España el número de oficinas que arden está en el 0% y el número de suicidios por acoso laboral entre el 10% y el 15%. Para mí, porque conocí gente como ellos, lo natural es estar al loro, ayudar. Uno llega así, pasados los años, a la conclusión de que desclasarse es un acto ruin en concepto y ridículo, en definitiva, cuando no existe siquiera una realidad material que lo sustente. Solo en el primer día de contratación, y aquí hablo por experiencia propia, es común, por lo que sea, que el encargado de Recursos Humanos haga siempre una exhaustiva pedagogía al currito de turno en cuanto al coste que éste le conlleva a la empresa, mientras que, por lo que sea, las ganancias de la empresa queden siempre en una nebulosa, en una confusa concatenación de discurso rancio caciquil, en un «la cosa está fatal» aunque nunca ya en números concretos, sino en ideas más bien superfluas sobre el gobierno de turno y los impuestos que al currito de turno, a fin de cuentas, le dan bastante igual. Éste agacha la cabeza y acepta. Siendo sinceros, todos sabemos que ese es el punto de partida. Si encima hay quien se afana en hacerle la vida imposible a sus iguales, no solo son cómplices, sino dignos del mayor de los desprecios. Y que salte la liebre.

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