David Gistau

Los últimos

David Gistau
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No está lejano el tiempo en que penalizará socialmente dejarse ver en la misma feria taurina a la que antes se iba, no tanto por afición verdadera, sino por salir en las negritas de las crónicas mundanas. En lo que concierne a Madrid, supongo que ello supondrá la extinción, o al menos la mengua, del público de clavel. Modelos, actores, marquesitos Brummell y cantantes melódicos que no querrán ser pasados por la quilla por el piquete animalista y que además temerán enajenarse a una generación que, por una parte, ha completado la humanización del animal y, por otra, ha incorporado la aversión a la tauromaquia al proyecto distópico de la nueva España que las «Confluencias», Otegui incluido, van a amartillar a golpes de odio.

La militancia antitaurina terminará confiriendo a la tauromaquia más vida de la que le quedaba por sí misma

A lo mejor resulta que, entonces, culminada esta decantación, en la plaza sólo quedarán aficionados verdaderos, imposibles de engañar con retóricas, fanfarrias, ternas rosas y trucos, que, además de unidos en la clandestinidad, se sentirán un final de especie, los últimos depositarios de una tradición que declina. Así exactamente me siento cuando voy al boxeo. Otra pasión española, deportiva, no cultural ni mitológica, que fue erradicada en otra frontera de épocas por un sargento instructor de los valores colectivos empeñado en decidir qué debía gustar a los españoles y cómo tenían que ser.

La manifestación taurina de este fin de semana en Valencia me pareció impresionante. Más allá del aspecto de los matadores en la primera fila, que parecían subjefes carismáticos de la Camorra, con sus gafas ahumadas y la galanura bizarra que en Nápoles definía a los «guappi» de la vida criminal. La manifestación me impresionó porque alude a un nuevo instinto defensivo: el de las tradiciones culturales, antaño bien ancladas a las tripas mismas de la identidad, que de pronto se sienten obligadas a vindicarse y a repeler una agresión que forma parte del ataque general contra la libertad con la Gente (y los animales son Gente) como coartada. Manejo, sin embargo, una hipótesis: la militancia antitaurina terminará confiriendo a la tauromaquia más vida de la que le quedaba por sí misma. Se vio en Cataluña, donde la resistencia contra el nacionalismo llenó plazas que sin contexto político ya se habían vaciado solas. Y ocurrirá en una escala nacional. Siempre habrá toros, siempre quedará gente que los ame, siempre habrá ciudades incomprensibles sin sus ferias y sin sus salidas a hombros. Pero la inercia social de los niños iniciados por la televisión en la amistad con animales humanizados, así como las propias decadencias del mundo taurino, indican que de todas formas esto iba a menos y que en verdad nos estábamos acercando solos al sueño socialdemócrata de parecer una sociedad escandinava, una sociedad Ikea. La agresión a la libertad procurará un último hurra glorioso, después de lo cual, en el tendido, se podrá escuchar el zumbido de las moscas mientras los últimos de una pasión se reconocerán los unos a los otros como tales.

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