Isabel San Sebastián - El contrapunto

Se ríen de nosotros

El único que pide perdón por dos investiduras fallidas es quien más ha intentado evitar esa gigantesca burla

Isabel San Sebastián
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Más allá de los cenáculos y las tertulias televisivas, lejos de los despachos donde se parte y reparte el poder, existe una España real habitada por gentes que no llevan el pan a casa si no rinden en el trabajo y cumplen con sus objetivos. Una España de contribuyentes inermes cuyos impuestos, abrumadores, pagan puntualmente los sueldos de unos políticos incapaces de velar por el interés común. Una España atónita, estupefacta, indignada y al mismo tiempo resignada a que se rían de ella a la cara quienes, se supone, solo piensan en servirla. Una España de españoles soberanos que tiran los votos a la basura una y otra vez, ante la incompetencia manifiesta de los llamados a gestionarlos como dicta el sentido común.

Nos toman el pelo. Unos más que otros, es cierto, pero todos en conjunto. Los perdedores del puño y la rosa más que los ganadores de la gaviota y los que se sientan a dialogar menos que quienes profieren gritos, aunque tanto aquéllos como estos configuren un Congreso convertido en cámara inútil. Se mofan de la democracia y desde luego de los electores unos líderes atrincherados en sus respectivas conveniencias personales, en sus mezquinas ambiciones más o menos confesadas, en sus frustraciones, sus miedos y sus rencores. Exhiben con impudicia su inoperancia, amén de la cobardía preponderante en sus dirigentes, unos partidos ayunos de capacidad negociadora, huérfanos de alternativas constructivas, secuestrados por aparatos convertidos en guardia pretoriana del césar, a quien es menester rendir pleitesía en todo momento y circunstancia si se quiere sobrevivir. Demuestra su agotamiento, necesitado de inaplazables reformas, un sistema electoral merced al cual dos elecciones sucesivas no han dado más fruto que un bloqueo institucional traducido en la derrota de dos candidatos a la investidura, ninguno de los cuales, por cierto, ha tenido el arranque de dignidad suficiente para presentar la dimisión como forma de asumir la responsabilidad de ese fracaso. Hace mucho que la dignidad dejó de cotizar al alza en la política española.

Somos sus rehenes. Rehenes de sus cambalaches y luchas internas. Del ansia de Pedro Sánchez por ganar tiempo a toda costa a fin de salvar su cabeza del hacha de los «barones», necesitados de un chivo expiatorio sobre el que cargar la culpa del descalabro del PSOE y así salvar sus propios cuellos. Del afán irrenunciable de Mariano Rajoy por revalidar su mandato (no el del PP) a cualquier precio. Del cada vez menos disimulado empeño de populares y socialistas por regresar al terreno de juego del bipartidismo, donde la ausencia de intrusos facilitaba el reparto del pastel, no solo por limitarlo a dos porciones, sino por la ausencia de testigos incómodos. De la incompatibilidad intrínseca existente entre las dos fuerzas emergentes, una de las cuales, Ciudadanos, reivindica el legado de la Transición y sus consensos, mientras la otra, Podemos, predica la ruptura revanchista de todo lo logrado entonces en un retorno enfermizo a lo peor del 36. De la histórica deslealtad de los nacionalistas a la Constitución, cuyo texto cometió el error de otorgarles un peso desproporcionado en la toma de decisiones colectivas, equivalente en la práctica a un letal derecho de veto.

Se ríen de nosotros, sin disimulo, cuando plantean volver por tercera vez a las urnas el día de Navidad, para después transigir con que sea el 18 de diciembre. Y el único que pide perdón por esa gigantesca burla es, paradójicamente, quien más ha intentado evitarla, a costa de su credibilidad. ¡Pobre España!

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