Ignacio Camacho

El pedregal

Ignacio Camacho
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Ardua tarea la de las magistradas de la Audiencia de Palma: abrirle paso a la justicia en medio de una pista de circo. O más bien al Derecho, porque la justicia es un concepto demasiado ambicioso que además lleva mucho tiempo zarandeado en la calle y malversado en los propios juzgados, cuyos titulares han decidido a menudo vestirse con togas de tribunos de la plebe para convertir los sumarios en sentencias anticipadas. El uso habitual de la instrucción como herramienta punitiva es la mayor perversión de nuestro sistema judicial, que ante su propia lentitud administrativa parece haber sustituido la condena penal por la reputacional. Con la ayuda -cooperación necesaria, más bien- de los medios de comunicación y las redes sociales, modernas bastillas en cuyas plazas virtuales se producen ejecuciones populistas al gusto de esas nuevas tricoteuses que llamamos pomposa y colectivamente opinión pública.

La pena de escarnio preventivo se aplica habitualmente en España. Igual en los ERE que en la Gürtel, con la Pantoja o con la Infanta. La imputación es un objetivo más fácil y rápido que la condena; con ella se consolida un veredicto social determinante que, si no coincide con el procesal, produce un efecto de decepción gravemente lesivo para el crédito del sistema. Nada hay más triste que un reo absuelto; al cabo de varios años de estigma, con la fama arrasada por el oprobio y la hacienda consumida en gastos de defensa, obtiene una razón tardía y desconsolada que nunca borra el rastro moral de la sospecha. Eso si tiene suerte y no ha sufrido prisión provisional, una experiencia del todo irreparable que algunos ropones iluminados consideran parte de su misión justiciera y redentora.

El caso Nóos reúne todos los ingredientes de la justicia-espectáculo. Su banquillo constituye el retrato de una época vergonzosa, del tiempo infame de los alegres pelotazos y del tráfico de influencias. Los abogados, carentes de argumentos defensivos solventes, amenazan con un ventilador de estratagemas insidiosas. Y el principal acusado es un desahogado trepador que jugaba al juanguerrismo en el entorno mismo de la Corona. La clase de vista oral que promete morbo, ruido, cotilleo, carnaza, todo ello aderezado con los confusos ingredientes de una supuesta razón de Estado. Por ese pedregal que la Infanta debía haber alisado siquiera en parte con la renuncia dinástica tendrán que transitar a pies descalzos las tres juezas, cuya misión principal consiste en impedir que el derecho, la conciencia y la ley se fuguen espantados de un escenario embarrado por los prejuicios y las suspicacias. En realidad, solventada de antemano la culpa de los procesados en el tribunal de opinión pública, se trata de un juicio popular a la propia Administración de justicia. A su neutralidad, a su rectitud, a su independencia. Y será difícil, muy difícil, que no salga descalabrada.

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