Ignacio Camacho

Inventario de ausencias

Cada hermandad es un universo de afectos donde la fe mitiga con sus símbolos el dolor del recuento de pérdidas

Ignacio Camacho
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A la memoria de Fernando Carrasco

Por alegre que sea una celebración hay siempre en ella un fondo de nostalgia, un pellizco amargo: el que nos causa el recuerdo de quienes ya no pueden compartirla. La ausencia es una puñalada intercostal que se clava en el alma con su filo de melancolía. En Navidad, que es la fiesta de la familia, asoma a menudo una punta de tristeza en forma de sillas vacías; la Semana Santa, fiesta de la memoria, contiene una extensa simbología del luto en las cofradías: lazos, crespones, levantás dedicadas, oraciones en voz baja, detalles colocados cerca de las imágenes por manos amigas. Cada hermandad es un universo de afectos donde el dolor de la pérdida se vive con intensa solidaridad corporativa.

Quizá la evocación de los difuntos sea la fórmula de inmortalidad más a nuestro alcance; detrás de toda fe hay una sombra de duda y en la angustiosa incertidumbre del más allá evocamos a los que ya la han disipado como un modo de anclarlos a nuestra propia vida.

Ese inventario de ausencias es la manera de conservarlos junto a nosotros, de seguir sintiéndolos cerca. Vivirán de algún modo mientras seamos capaces de hacerles un sitio entre los pliegues de nuestra existencia. El cristiano cree en la resurrección y la celebra pero esa convicción espiritual no basta para reparar el natural desconsuelo de la muerte; se necesita algo más tangible que la voluntad metafísica. Entonces apelamos a la ritualidad de la supervivencia evocativa. Y en cada gesto, en cada dedicatoria, en cada epitafio, construimos un diálogo interior con la persona desaparecida. La incorporamos a nuestra continuidad vital para rescatarla de la finitud, para retrasar la certeza insondable de la partida.

El pasado Miércoles Santo, la cofradía sevillana de San Bernardo fue por segunda vez un vivo memorial del periodista Fernando Carrasco. Cronista taurino y de la Semana Santa, novelista de éxito, devoto irrevocable, el corazón lo abandonó en plena juventud en el recodo maldito de un mes de marzo. Cuando el Cristo de la Salud salió a las calles de su barrio, la procesión se convirtió en un homenaje de amigos, compañeros y hermanos. Sonó su nombre al compás de un llamador y el recorrido fue dejando esquirlas de su presencia, actas de insumisión contra el olvido, fragmentos del tiempo recobrado. Y los claveles a los pies del Crucificado, y los cirios rojos, y el cristal de los guardabrisas de los candelabros, y el sudor de los costaleros y hasta las macetas de las ventanas se perfumaron de nuevo con la sonrisa transparente de Fernando.

Porque eso es esta fiesta que mañana acaba; una cápsula de tiempo congelado. Un recipiente de instantes, un anaquel de horas, una alacena de años. Un hermoso relato simbólico contra el triunfo de la muerte en el que los sentimientos nos aproximan a esa eternidad a la que aspiramos.

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