Gabriel Albiac

Entre asesinos

Entre Al Assad y Al Qaida hay una población civil de varios cientos de miles de personas. A la cual, metódicamente, asesinan todos

Gabriel Albiac
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¿Qué hacer ante dos asesinos que se enfrentan en duelo a muerte? La respuesta nos viene enseguida; demasiado. Dejarlos que se maten. Sin mover un dedo. Y aguardar que su fin sea rápido.

La política, sin embargo, no es un juego tan limpio como el de los combates singulares. Sus duelos se tramitan siempre a través de personas interpuestas. De personas que ocupan la posición desesperada de una población rehén, tras la cual puedan parapetarse bien los contendientes. Y antes de que los dos asesinos -o uno de los dos, al menos- caigan fulminados, son ya miles los parapetos humanos que habrán caído en su involuntaria defensa.

En Alepo se vienen enfrentando, desde hace ya cuatro años, dos inmisericordes asesinos.

Ambos parapetados tras el escudo eficacísimo de esos cientos de miles de habitantes sobre los cuales tanto horror seguirá cayendo, bien gane uno de los contendientes, bien el otro. Porque es esta una guerra de exterminio. Proyectar simpatías o justificaciones sobre cualquiera de ambos bandos es adornar obscenamente la universalidad del crimen que allí despliega sus estrategias.

Dos asesinos. Fácil de enunciar, el primero: Bashar al Assad, segundo de la dinastía que inauguró en 1971 su padre, quien ejerció oficio de déspota despiadado, bajo el paraguas hermético de la Guerra Fría. Hafez primero, como su heredero Bashar a partir de 2000, han aplicado en Siria -durante más de cuarenta años- un principio sencillo y funcional para el mantenimiento del poder: dar muerte a todo aquel que cuestionara su dominio. La tortura, la prisión arbitraria, la matanza masiva de poblaciones sospechosas de desafección al Jefe, han sido allí rutina. Como lo ha sido el uso represivo del armamento químico. Rusia ve hoy en Siria la ocasión de asentar su nueva hegemonía en el Cercano Oriente, tras los catastróficos repliegues de Obama. Nadie pedirá a Putin contención humanitaria. Apuesta por el clan Al Assad.

Dos asesinos. Menos sencillo de retratar, el segundo. Tras lo que la prensa europea llama «rebeldes» sirios, hay una heteróclita amalgama, que va desde fuerzas bajo control de las potencias occidentales hasta las variedades más brutales del yihadismo. Decir «rebeldes», al hablar de Alepo, es decir muy poco. Hay que hablar de sus dos alas: la coalición yihadista que lidera la rama siria de Al Qaida, el Frente Al Nusra, por un lado; la coalición soldada entre los Hermanos Musulmanes y el Ejército de Liberación de Siria, por el otro.

La verdadera tragedia internacional es hoy esta: se apoye a quien se apoye en esa guerra, se apoya a un asesino ilimitado. Si alguien cree que ese asesino podrá luego ser reducido a criterio, estará cometiendo el error crítico que llevó, en Libia, a asesinar a un dictador controlable, para acabar poniendo en pie un despotismo múltiple, incomparablemente más peligroso e incomparablemente menos previsible.

Los contendientes que cruzan armas sobre Alepo aspiran por igual a aniquilar a su enemigo. Nada habría que lamentar en ello, si ese combate se llevase a cabo en la soledad autista de los duelistas. Pocas lágrimas se le ocurriría verter a nadie sobre la tumba de Al Assad o de Al Qaida. Pero una guerra no es nunca un limpio duelo. Es siempre una matanza delegada. Entre Al Assad y Al Qaida hay una población civil de varios cientos de miles de personas. A la cual, metódicamente, asesinan todos. Ante el frío abandono militar que la Administración Obama deja planificado para el Cercano Oriente. Esto es, para el Mediterráneo.

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