Álvaro de Diego González - Tribuna

No hace falta ser monárquico

Álvaro de Diego González

«Justificarse a sí mismo es un acto de bajeza». Esta cita de Yukio Mishima abre mi libro La Transición sin secretos, donde abordo en profundidad las causas e hitos decisivos de aquel cambio que condujo a España de la dictadura a la democracia bajo la batuta del Rey Juan Carlos. Nuestra Transición democrática constituyó un ejemplo para el mundo. Representó la mejor obra de los españoles desde nuestra Guerra de la Independencia y la Constitución de Cádiz. Y, sobre todo, significó una empresa doméstica, sin injerencia exterior, realizada por y para los españoles, que asumieron el decidido propósito de desterrar para siempre una desgraciada tradición de sangre, disensión y enfrentamientos. Nada de aquello hubiera sido posible sin el concurso excepcional de Juan Carlos I.

Hoy no hace falta ser monárquico para defender el legado de un monarca que heredó omnímodos poderes del general Franco y renunció a todos ellos en pro de la reconciliación -¿definitiva?- de los españoles. Los ejerció durante el periodo previo a nuestra Constitución para auspiciar una Reforma Política que, desde las instituciones del franquismo, pusiera fin a esas mismas instituciones autoritarias y convocara elecciones libres. De esos comicios, para los que se legalizó al Partido Comunista de España, derivó la carta magna vigente, la única de consenso en nuestra convulsa trayectoria constitucional. Santiago Carrillo aceptó entonces la bandera rojigualda y la monarquía parlamentaria, que hacían verdaderamente efectiva la política de «reconciliación nacional» que había enarbolado su partido veinte años después de la Guerra Civil.

Hoy no hace falta ser monárquico para defender el legado de un monarca que reinó con gabinetes socialistas y conservadores, incluso con apoyo de los nacionalismos periféricos. Basta con reconocer que bajo la Monarquía Parlamentaria ha encontrado nuestro país la más próspera, abierta y tolerante etapa de su historia contemporánea.

No cabe la comparativa entre la salida de España de Juan Carlos I y su abuelo Alfonso XIII, al que comprometió su respaldo a la Dictadura de Primo de Rivera. Don Juan Carlos anuncia su marcha al extranjero tras haber posibilitado la democracia más auténtica y dilatada de la que ha gozado nunca España. Esta triste despedida, sin embargo, no va a significar que un sucesor en el trono vaya a empañar la obra recibida. No habrá otro Jovellanos que pase de pronunciar el elogio fúnebre de un rey, Carlos III, y no como «ofrenda de la adulación, sino como tributo de reconocimiento», a lamentar la desdicha de una «nación sin cabeza». Muy por el contrario, hace ya mucho tiempo que se esfumaron los fantasmas de Carlos IV y Fernando VII. Felipe VI es el fiel heredero de la Transición que pilotó su padre. España no es ya una nación sin cabeza. Y la responsabilidad de que se conduzca hacia el despeñadero corresponde tan solo a las fuerzas parlamentarias, libremente electas, y, muy singularmente, al pueblo español, sujeto indiscutible de la soberanía nacional. Un pueblo español que no se debe dejar engañar.

Hoy no hace falta ser monárquico para defender la plena vigencia de la Monarquía Parlamentaria. Es verdad que se trata de una opción de valientes. Los cortesanos siempre han acudido al auxilio del vencedor. Sus mejores defensores pueden ser los republicanos de corazón que aman a España y conocen su historia. Las dos repúblicas significaron una desoladora experiencia que dista mucho de ser la Arcadia que algunos imaginan. En el peor de los casos, el sueño republicano es el juguete al que se aferran los que quieren despiezar España o patrimonializar su futuro régimen político.

Hoy no hace falta ser monárquico para defender la Corona como la última salvaguarda de una España en la que quepan y decidan todos los españoles.

Hoy no hace falta ser monárquico para desenmascarar la bajeza de los que también tendrían que justificarse. En el momento más aciago, cumple el reconocimiento a Juan Carlos I, porque los errores no borran los aciertos. Y la confianza inquebrantable en Felipe VI.

¡Viva el Rey! ¡Viva España!

Álvaro de Diego González

Profesor de Historia de la Universidad a Distancia de Madrid

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