18 de julio

Vivir de las heridas es propio de miserables. Hay que saber perdonar y olvidar

Francisco Robles

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Era sábado y hacía calor. Mucho calor. Un calor avivado por el rencor que latía en las sienes de la mala sangre. Un calor de pavesas y de espanto. España se asomó al precipicio que la partía en dos y se hundió en la ciénaga de una guerra que la dejaría maltrecha. Medio muerta. O muerta del todo. Europa la veía como un teatro de ensayo para lo que vendría después, al cabo de tres años. Aquel sábado, un general encendió la mecha en la ciudad del sur. Ardieron los fusibles y los retablos barrocos que acogían las imágenes de madera y devoción. Ahora quieren exhumarlo, sacarlo de la Basílica de la Macarena donde está enterrado. En el Valle de los Caídos pretenden hacer lo mismo con el otro general: eran del mismo bando y se odiaban a muerte.

Nadie en su sano juicio podría haber pensado hace treinta o cuarenta años que el franquismo volvería a las páginas de los periódicos gracias a sus teóricos enemigos. Quieren ir de progresistas y son unos reaccionarios. Pretenden ganar la guerra que ganaron o perdieron sus abuelos –hay de todo– al cabo de 82 años. Una locura. Sacar a Franco y a Queipo de Llano de sus respectivas tumbas es abrir la caja de Pandora para hacer caja electoral. Que todo un presidente del Gobierno anuncie eso desde el ambón del Congreso de los Diputados nos da una idea del nivelito. Como si no hubiera problemas más importantes que resolver. Como si el pasado pudiera cambiarse de un plumazo o con un traslado cadavérico.

Aquel 18 de julio amaneció espeso, la noche había sido de fuego. Sangre y fuego explotaron durante el día, como en las páginas de Chaves Nogales que buscaban la tercera España. A partir de aquella fecha se rompió todo. Ardieron los Cristos y los hombres, fueron profanadas las Virgenes y las mujeres. Como para sentirse orgullosos de lo que habríamos hecho si hubiéramos estado allí. Porque esa es la clave de todo esto. La que no manejan los sectarios que quieren vampirizar a las víctimas de aquello para nutrirse con su sangre. Habríamos hecho lo mismo que nuestros antepasados. Exactamente lo mismo. Y eso debería avergonzarnos. El motivo de orgullo es bien distinto: las calles que recorrió el general aquel 18 de julio y calor están llenas de franquicias, de tiendas donde el personal compra en las rebajas, de cuerpos bronceados y vestidos de colorines. Afortunadamente.

Vivir de las heridas es propio de miserables. Hay que saber perdonar y olvidar. Sobre todo, cuando nadie te ha hecho daño porque has nacido al cabo de veinte o treinta años de lo que entonces sucedió. Eso es postureo. Manchado de sangre ajena, lejana e inocente. Pero postureo histórico y político trufado de demagogia. Y de peligro. Aleixandre avisaba de los tigres del tamaño del odio. En 1977 le dieron el Nobel que no pudieron ganar sus colegas de la Generación del 27, abrasada por el calor de aquel 18 de julio. El calor de sangre y fuego que quieren resucitar los que pretenden vivir a costa de los muertos.

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