confieso que he pensado

Lo bueno, lo menos malo y lo peor

Basta con echar un vistazo a los cabezas de lista que optan a las instituciones canarias para advertir mensajes huecos, alejados en buena medida de lo que podríamos calificar como intelecto brillante

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Platón, en «La República», defendía un modelo de sociedad donde sólo los mejores ocuparan los puestos de poder. Se trataba de un dibujo casi perfecto, con la salvedad de un importante detalle: se convertía, en la práctica, en una dictadura de clase. El propio Platón acabó por desdecirse en «Las Leyes», otra de sus obras fundamentales. A lo largo de la historia, otras propuestas en las que se opta por establecer distingos en función de las capacidades bien del gobernante, bien del gobernado, han acabado por descartarse por idéntico motivo.

La teoría política moderna defiende que el mero devenir de los acontecimientos deriva en un modelo en el que gentes de capacidades contrastadas optan a los puestos de mando y donde los votantes cuentan con información suficiente para discernir entre quienes pueden hacerlo mejor y quienes, sencillamente, carecen de las virtudes necesarias.

Pero ese devenir de los acontecimientos se topa en nuestros días con barreras que pervierten el necesario desembarco de mentes brillantes en los puestos de responsabilidad. Y la más importante de esas barreras la conforman los partidos políticos, unas instituciones tan ridículamente jerarquizadas que priman la obediencia sobre cualquier otra virtud y donde los mejores no tienen cabida.

Y para muestra todos los botones que queramos. Basta con echar un vistazo a los planteamientos con los que tratan de sorprendernos –supuestamente– los cabezas de lista de la práctica totalidad de las candidaturas que optan a las instituciones canarias para advertir mensajes huecos, alejados en buena medida de lo que podríamos calificar como intelecto brillante.

No se trata de un fenómeno nuevo. Si rebuscamos en nuestra memoria, si visitamos cualquier hemeroteca digital, nos aterrorizaremos con los personajes que han poblado nuestro universo político a lo largo de las últimas décadas. Es la prueba constatable de que nunca han gobernado los mejores, sencillamente porque los mejores están a otra cosa, porque lo más probable es que no estén dispuestos a sufrir la humillación intelectual de pertenecer a un partido político, esas organizaciones donde el ordeno y mando de personajes mediocres se torna en el eje de todo lo que se mueve.

Pero lo peor de todo acaso sea que hayamos acabado por acostumbrarnos, que nos conformemos con lo poco y patético que ofrecen los candidatos, con esa suerte de discursos que infligen un severo castigo a la inteligencia.

Nos encontramos en plena era de la mediocridad política, condenados a optar entre candidatos sobrevalorados que apenas destacarían en ámbitos donde prevaleciera la excelencia intelectual. Es nuestro sino: elegir entre lo malo, lo menos malo y lo peor.

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