GUERRA SUCIA CONTRA LAS DROGAS EN FILIPINAS

«La Policía nos da fotos de los yonquis a eliminar»

Un sicario revela a ABC las ejecuciones extrajudiciales de narcotraficantes y drogadictos por «escuadrones de la muerte» al servicio del Gobierno filipino

El equipo de investigación de la Policía (SOCO) inspecciona el lugar donde un drogadicto fue abatido por los agentes tras el robo a un taxista en la madrugada del miércoles FOTOS: PABLO M. DÍEZ
Pablo M. Díez

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Con el mentón apretado, la mirada gélida y el pelo a cepillo estilo militar, la primera impresión que da es justo de lo que es: un asesino. Como oculta su identidad por obvios motivos «profesionales», le bautizaremos con el nombre de la gorra de béisbol que cubre su cabeza: « Raider». La combina con una camiseta de baloncesto sin tirantes que revela sus trabajados músculos y sus aspiraciones en la vida. «Quería ser soldado, pero he acabado como guardia jurado», se presenta este joven del arrabal de chabolas de Aroma, junto al puerto de Manila, que guarda un inconfesable secreto además de su identidad.

Desde al año pasado, «Raider» forma parte de los «escuadrones de la muerte» que, a base de tiros, limpian Filipinas de yonquis y camellos dentro de la guerra contra la droga ordenada por su presidente, Rodrigo Duterte, tras ganar las elecciones en 2016. A sus 29 años, pertenece a la asociación Confederate Sentinel Group (Grupo Confederado de Centinelas o CSG, en sus siglas en inglés). Fundada tras la victoria de Duterte, tiene en teoría como misión ayudar a los más necesitados pero, según «Raider», se dedica a labores nada humanitarias.

«A los tres meses, el comandante del grupo me dijo que era un pistolero al servicio de la Policía»

«Me apunté para contribuir en tareas sociales porque nuestro “barangay” (barrio) está destrozado por las drogas, cuyas bandas lo controlan todo y atemorizan a la gente. Pero, a los tres meses, el comandante del grupo me dijo que era un pistolero al servicio de la Policía», explica en el reservado de un karaoke, lejos de su zona, para hablar con tranquilidad. Aunque al principio se sorprendió y se mostró reacio a colaborar, acabó formando parte de las ejecuciones extrajudiciales porque, según cuenta, «creo en la causa de erradicar el “shabú” , que dejó mal de la cabeza a uno de mis primos». En tagalo, así se denomina a una potente metanfetamina que se calcula tiene enganchados a cuatro millones de filipinos. Conocida como la «cocaína de la pobres» porque una placa cuesta 500 pesos (8 euros), se fuma al quemarla sobre papel de aluminio durante unos 20 minutos. Muy popular entre los jóvenes, el «shabú» hace estragos en los suburbios que han proliferado en Metro Manila, la infernal área urbana que engloba a la capital y otras 15 ciudades y donde viven más de 13 millones de personas entre rascacielos y chabolas.

Unos niños juegan sobre montañas de basura en el arrabal de chabolas de Smokey Mountain, en Manila P. M. DÍEZ

Quince «operaciones»

Desde que su jefe le asignó su primera misión, «Raider» ha participado en quince «operaciones», el eufemismo con el que llama a los asesinatos de esta guerra sucia contra la droga. En su grupo hay treinta sicarios, entre los que hay desde muchachos de apenas 20 años hasta duros hombretones que pasan la cincuentena. «Nos reunimos en una de nuestras sedes que está próxima a una comisaría, de donde vienen cuatro policías uniformados que nos dan fotos de los camellos y yonquis a eliminar», revela «Raider». Sus objetivos son delincuentes a los que el Gobierno ha puesto precio a sus cabezas, como los narcotraficantes «Toyo»y «Joshua». Sus recompensas eran, respectivamente, de 500.000 y 300.000 pesos (8.064 y 4.838 euros) porque la Policía no podía entrar en sus barrios para atraparlos, ya que siempre los avisaba alguien y lograban escabullirse entre las chabolas con la ayuda (voluntaria o no) de los vecinos.

«Mi primera operación fue contra “C Toy”, lugarteniente de “Toyo” Mendoza, el verano pasado. Como era un tipo peligroso que incluso llevaba una granada de mano para protegerse, lo vigilamos y lo localizamos en un “pagpagan” comiendo», cuenta refiriéndose a los puestos donde se sirven las sobras que los restaurantes tiran a la basura. En un nauseabundo reciclaje que revuelve las tripas, dichos restos de comida son lavados y fritos de nuevo para que los más pobres entre los pobres puedan echarse algo al estómago por unos pocos pesos.

«Pidió por su vida, pero el jefe le metió tres balas en la cabeza y una en el ojo», rememora «Raider»

«Pidió por su vida, pero el jefe le metió tres balas en la cabeza y una en el ojo», rememora «Raider» con frialdad el asesinato de «C Toy». ¿Cómo se siente uno al quitarle la vida a un hombre? «Me dio pena, pero comprendí que teníamos que matarlo y que habíamos hecho lo correcto porque, si lo hubiéramos dejado libre, habría vuelto a dañar a la gente con las drogas», responde sin revelar emoción en su voz.

Armado con su revólver del calibre 45 , «Raider» tenía cada semana una «cuota de dos o tres objetivos porque el jefe nos presionaba». Con ciertos remordimientos, que intenta ocultar bajo su dura apariencia, reconoce que «hemos hecho cosas horribles, como matar al hijo de 21 años de un camello para obligarlo a salir de su escondite, o tirar al mar en un saco de arroz a un pervertido de 15 porque manoseaba a las chicas». Pero insiste en que no cobra por las ejecuciones ni percibe ningún salario de la CSG. «Aunque pensaba que nos iban a dar algo de dinero, las recompensas se las reparten el jefe del grupo y la Policía. A nosotros solo nos invitan a comer y a beber y nos dan algún regalo», señala contrariado.

Corrupción rampante

Su decepción con las ejecuciones de los «vigilantes», como los llaman aquí en Filipinas, no viene por motivos económicos, sino morales. «He visto al comandante de nuestro grupo ir a un puesto de venta de droga para recoger su soborno y la Policía ha ignorado a veces mis avisos porque también están pringados», denuncia «Raider», frustrado con la corrupción reinante. «En lugar de perseguir a los traficantes, algunos compañeros se han cambiado de bando y ahora les ayudan», asegura antes de resumir la situación desengañado: «Si los narcos tienen dinero, pagan por su protección. Solo nos cargamos a los pobres».

Desde que Duterte declaró la guerra a las drogas nada más ser investido presidente, hace dos años, la Policía reconoce haber matado a más de 4.400 sospechosos que, según la versión oficial, se resistieron a ser detenidos. Además, han sido arrestadas 152.000 personas en 105.000 redadas , en las que la Policía se ha incautado de 2.757 kilos de «shabú» que en la calle habrían alcanzado los 14.790 millones de pesos (238 millones de euros). Para la magnitud y duración de las operaciones policiales, se trata de unas cifras no demasiado altas que revelan cuál ha sido su objetivo: los camellos de poca monta y no los grandes narcotraficantes. Otro dato oficial que llama la atención son los 23.500 homicidios sin resolver de los dos últimos años, de los que la Policía calcula que el 11,34% (casi 2.700) están relacionados con las drogas. Aunque algunos grupos de derechos humanos creen que estas cifras podrían ser mayores, ahí se encuadrarían las ejecuciones extrajudiciales de los «escuadrones de la muerte».

Muy crítico con Duterte, a quien califica de «inútil por el que ha muerto mucha gente», «Raider» dice llevar desde enero sin intervenir en ninguna «operación». Dándole largas a sus compañeros, ahora «trabaja» como «informante» de la Policía para resolver el asesinato del hermano de su novia, que acaba de descubrir su oscuro pasado.

En el punto de mira

Además de liquidar directamente a dos personas en las ejecuciones extrajudiciales de su grupo, mató a un atracador que intentó robarle

Además de liquidar directamente a dos personas en las ejecuciones extrajudiciales de su grupo, mató a un atracador que intentó robarle cuando tenía 23 años y trabajaba con su primo en un «jeepney», los peculiares coche-autobuses que colapsan las congestionadas carreteras de Filipinas. Por eso, y porque sabe que la Policía no haría nada, no puede denunciar públicamente esta «guerra sucia» contra la droga. Temiendo que sus antiguos compañeros le pongan en el punto de mira al pensar que los ha traicionado, le gustaría marcharse de Manila y empezar una nueva vida. Pero no puede hacerlo. Como está esperando la renovación de su licencia de guardia de seguridad, tiene que seguir colaborando con la Policía y hacer lo que le digan. Aunque sea matar a otro yonqui.

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