Carmen de Carlos - EN EJE

Viejos y coronavirus

La idea de tratar como menores de edad a los mayores, se ha instalado con diferentes grados de crueldad en el mudo

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Lisandro Fastman , juez de la ciudad de Buenos Aires, declaró inconstitucional la medida que obligaba, a los mayores de 70 años, a permanecer confinados en sus viviendas mientras el resto de los vecinos, los «jóvenes», podían moverse con libertad. Horacio Rodríguez Larreta , jefe de gobierno de la capital argentina, había dispuesto la liberación o «desescalada» de los porteños, con la excepción de esa franja de la población que, únicamente, podía abandonar sus domicilios con un permiso municipal que debían solicitar por internet y cuya validez se extendería por 48 horas. Por fortuna, la justicia, en este caso, ha sido justa y rápida al considerar la norma un acto de «discriminación» que «vulnera los derechos y garantías» de ese grupo etario, al que imponía «una exigencia mayor y distintiva del resto de la población».

La idea de tratar como menores de edad a los mayores, se ha instalado con diferentes grados de crueldad en el mudo. La decisión de suprimir los derechos y libertades de los «viejos», con la excusa de que es por su bien, resulta ofensiva. En rigor, significa que se considera incapaces a aquellos que están en su sano juicio y tienen todas sus capacidades mentales en perfecto estado. Ser más vulnerable no convierte en idiotas a los más adultos que, por cierto, son los primeros interesados en no abandonar esta tierra de calamidad y desgracias.

En España, en pleno estallido del Coronavirus, una enfermera en Cataluña reconocía que a los mayores de 70 años, directamente, no se les atendía. En Madrid, una sanitaria del Hospital Ramón y Cajal, confesaba en privado que una mañana recibió la siguiente orden: «mayores de 50 años se quedan fuera». Sí, de «50 años». Por si no se entiende bien, el mensaje es el siguiente: hay vidas que valen más que otras y la suya, con todo lo que ha vivido, no es rentable. Dicho de otro modo, es calderilla.

La concepción y la tentación de un Estado paternalista, por no decir policial, resulta sorprendente en países donde, a sus gobernantes, se les llena la boca cuando mascullan la palabra democracia.

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