Padres de las víctimas reclaman justicia en el estado mexicano de Guerrero
Padres de las víctimas reclaman justicia en el estado mexicano de Guerrero - afp

«Los desaparecidos de Iguala siguen vivos»

ABC visita la escuela mexicana de Ayotzinapa a seis meses del secuestro de 43 estudiantes a manos de narcos y policías

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«No se te olvide hablar de ellos en presente». Porque los padres de los estudiantes desaparecidos la noche del 26 al 27 de septiembre en Iguala a manos de la policía municipal y miembros del cártel Guerreros Unidos, siguen pensándolos vivos. Así Damián Arnulfo, padre de Felipe, originario de Cochoapa, el pueblo más pobre de México, que en su precario español –es mixteco– cuenta que su hijo es el único varón que le queda, que al mayor lo mataron hace tiempo unos ladrones de vacas. O Celso García, indígena «na savi», padre de Abel, que asegura –lo dicen las cartas que le echaron– que a su muchacho lo tienen escondido. Lucy Garnica es la única que flaquea un segundo al hablar de su hijo, Christian Tomás Colón: «Tenía... Tiene muy buen carácter».

Ella y su marido son de Tlacolula, Oaxaca, a doce horas en autobús, un trayecto que les cuesta lo que no pueden permitirse. Por eso, como el resto de los padres, desde que pasó «aquello» –nunca le pondrán nombre–, viven aquí, en la Escuela Normal Rural Isidro Burgos de Ayotzinapa, el internado donde estudiaba Christian. Lucy no se enteró de aquel viernes negro hasta el lunes siguiente, en las noticias, «por un radiecito que tengo». Entonces pensó «lo más peor»: «Entonces ya se me metió esto dentro que nunca se me sale del pensamiento».

El tiempo en Ayotzinapa se ha estancado, como los charcos hediondos aquí y allá, huellas de unas lluvias extrañas para esta época del año. La explanada principal y el edificio que la rodea, de un vago estilo «art déco», conservan el aire de su esplendor antiguo: el centro se construyó en plena euforia posrevolucionaria para formar a maestros de primaria que pudieran alfabetizar los lugares más recónditos del país. Enclavado en un estado rudo y violento como Guerrero, pobre e indígena –redundancia–, no tardó en convertirse en nido de revueltas campesinas. Aquí fueron profesores los guerrilleros Lucio Cabañas y Genaro Vázquez antes de echarse a la sierra. Sus rostros se multiplican en murales junto a los del Che, Lenin o Zapata. «Ayotzinapa, cuna de la conciencia social», reza el lema a la entrada.

ABC visita la escuela en festivo, pero no importa: cada día es igual al anterior desde aquella tarde de otoño. Los estudiantes están en huelga, pero ahí siguen alojados, igual que los padres de los desaparecidos y un grupo heterogéneo de voluntarios –alumnos de otras «normales», extranjeros, artistas que dan cursos de escritura o serigrafía. Las aulas sirven ahora de dormitorios o despensas, todas las sillas arrumbadas a un costado.

Santiago, secretario del «comité de prensa y propaganda», hace de guía por las instalaciones, donde campan a sus anchas perros, caballos, gallinas. Está en primer curso: es un «pelón» –el cabello aún no le crece de la rapada con que «dan la bienvenida» a los nuevos–, es decir, de la generación de los chicos que fueron a Iguala a tomar dos autobuses que les servirían para desplazarse a la ciudad de México el 2 de octubre, a la manifestación que conmemoraba la matanza del 68. Esas labores de «recaudación» les toca precisamente a los novatos, que también tendrán que haber pasado una semana de prueba, «para demostrar que eres hijo de campesino». Ninguno se duele. Todos coinciden en que entraron a «Ayotzi» porque les ofrece todo: techo, cama, tres comidas al día, uniformes, libros y, sobre todo, una carrera con la que poderle «echar la mano» a sus padres. Han terminado todos los grados de escolaridad. Son la esperanza de sus míseras familias.

No es fácil que los supervivientes hablen de aquella noche. Juan accede después de rogarle. Su risa tímida recuerda aquello de la Fallaci sobre los estudiantes masacrados en Tlatelolco: «Niños con el entusiasmo de los niños y la pureza de los niños y la superficialidad de los niños». Aquel viernes no tuvo ensayo de danza: el «Comité Estudiantil» lo conminó a la «actividad» en Iguala. Dos horas de trayecto, pasando por Chilpancingo, en dos autobuses llenos. «Íbamos contentos, echando desmadre. Nunca pensamos que iba a pasar esto». Juan cuenta que tuvo miedo cuando escuchó los primeros disparos de la policía, que los detuvo al salir de la estación de autobuses. En el zócalo, ya siendo perseguidos por los municipales, se toparon con la fiesta que clausuraba el mitin de María de los Ángeles Pineda, esposa del alcalde José Luis Abarca, ambos hoy en la cárcel acusados de delincuencia organizada. En el primer ataque, la policía se llevó a los hoy desaparecidos; en el segundo, los sicarios mataron a tres compañeros y dejaron a otro en coma. La versión de los hechos de la fiscalía no explica la saña.

La cancha de baloncesto de la escuela ha ido vaciándose de visitantes poco a poco de durante estos seis meses. «La gente se está olvidando», se duele Lucy. Bajo una de las canastas, aguardan las sillas con las fotos de los que se perdieron. También la de Alexander Mora Venancio, a pesar de que su ADN coincide con restos encontrados en el río San Juan. Lucy señala la foto de su hijo: «Yo ya se lo entregué a Dios. Si poco tiempo me lo dejó, yo lo acepto, pero necesito algo real que me entreguen, porque así nomás, que lo quemaron, yo no lo voy a aceptar».

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