Los reos, ante el garrote vil en pleno siglo XX: «No me cubras, supongo que serás rápido»

Los relatos de la prensa cubríendo las ejecuciones de los condenados a muerte fueron ricos en detalles hasta épocas muy recientes

La pena de muerte en España estuvo vigente hasta la Constitución de 1978 ABC | Vídeo: ¿En qué consistía el garrote vil?

I. Viana

Cárcel modelo de Barcelona , 8 de mayo de 1922 a las 12.30 horas:

—«¿Eres tú el verdugo?

—Sí, soy yo.

—Dame la mano— y le pregunta al verdugo tras estrechársela— ¿Tienes hijos?

—Sí.

—Pues lo siento, porque lo pasarán mal. Toma esta naranja que me dio mi padre. Cómetela, pero trabaja bien. No me hagas sufrir».

Esta conversación transcrita por « La Voz » se produjo segundos antes de que el ejecutor de la Audiencia de Burgos, Gregorio Mayoral (1861-1928), le rompiera el cuello y la columna a Victorio Sabater con su garrote vil . El reo había sido sentenciado a muerte por el asesinato de su patrono y el presidente del Consejo de Ministros, «aún compartiendo los sentimientos piadosos de la ciudad de Barcelona», no quiso concederle el indulto.

Ejemplos como este dan buena cuenta de cómo la prensa española de principios del siglo XX describía con todo detalle estas sentencias de muerte. Tal era la expectación que levantaban, que los redactores eran invitados a presenciar el triste episodio o se arremolinaban en el exterior de la prisión para preguntar por los pormenores a familiares y testigos. Así ocurrió, por lo menos, desde que este artilugio medieval fuera establecido por Fernando VII como método de ejecución legal en España.

El diario « El Sol », por ejemplo, contaba así cómo fueron los últimos momentos de Sabater: «El reo viene muy animoso y casi sonriente. Le ofrecen el crucifijo y se niega a besarlo. “No tengo por qué arrepentirme. No soy delincuente. Se me condena siendo inocente. No me molesten más y terminen pronto. Voy a pedir una cosa: que me dejen fumar un cigarrillo”. Como no se accede a su petición, dice: “Pues entonces pediré que me dejen ver a mi padre”. Y tampoco se le concede, a lo que el director de la cárcel añade: "Sería una dolorosa impresión para el hombre”. Entonces responde el condenado: “Tiene usted razón. Vamos pronto”».

Los pormenores eran tan estremecedores y morbosos, que pocos periódicos se resistían a no describir las reacciones del condenado incluso con la correa del garrote vil ya apretándole el cuello: «Cuando el verdugo comenzó a cubrirle la cabeza con un paño negro, este reaccionó: “No, hombre, no me cubras. Supongo que serás rápido”. El reo quedó muerto en ese momento. El verdugo cubrió el cadáver con el paño negro. El individuo tenía 21 años».

Momentos antes de una ejecución por garrote vil, en 1900 ABC

Algunos verdugos se convirtieron, incluso, en algo así como extrañas celebridades para los lectores. Y cuando fallecían, hasta les dedicaban extensas necrológicas en algunos diarios, tal y como ocurrió precisamente con Mayoral en «La Voz», el 31 de octubre de 1928, durante la dictadura de Primo de Rivera: «No es que yo, gracias a Dios, tuviese ninguna relación con el fallecido don Gregorio, sino que poseo algunos datos de su vida triste y oscura, y quizá resulten interesantes al lector si consigo desprender de ellos el mal gusto propio del tema, para no herir su sensibilidad», se justificaba el periodista.

Conocido como «el abuelo» por su larga carrera, este verdugo había acabado con la vida de 47 presos hasta la muerte de Sabater, algunos de ellos tan célebres como Michele Angiolillo, asesino de Cánovas del Castillo . Tenía entonces 61 años y era «rechoncho, gordo de cara y de pelo canoso». Había llegado a la Ciudad Condal aquella mañana de mayo de 1922, como tantas otras veces, con sus herramientas de trabajo: un maletín enorme dividido en compartimentos repletos de hierros, que acompañaba de trapos empapados en aceite o grasa y la llave inglesa que utilizada para ajustarlos al gaznate.

Ese día, siempre según el relato de las principales cabeceras, le tocaba también el turno a otros dos desdichados. Por un lado, al compañero de crimen de Sabater, Martín Martí, al que permitieron incluso casarse minutos antes de morir: «Agradeció las atenciones a su abogado con gran palidez. Se sentó, cerró las ojos y, tras despedirse del director de la cárcel, dejó de existir». Y por otro, Alfonso Altimira, que poco tiempo antes había asesinado a su madre: «Le presentaron el crucifijo y, tras besarlo repetidas veces, dijo: “Que hagan de mí lo que quieran, pero deprisa”. El verdugo dio tres vueltas al torno y Altimira se contrajo trágicamente. Después se acercaron los forenses y comprobaron su muerte».

El verdugo innovador

Leyendo los periódicos podían conocerse también detalles sobre la pericia de los ejecutores del Ministerio de Justicia, incluida la manera en que interactuaban con los reos en el patíbulo. Se decía que Gregorio Mayoral acababa sus tareas con la expresión: «Con la música a otra parte». Él mismo declaró en una entrevista que le hizo el cronista José Samperio que su garrote no hacía «ni un pellizco, ni un rasguño, ni nada; es casi instantáneo, tres cuartos de vuelta y en dos segundos...». Y es que el verdugo era tan concienzudo con su profesión, que se dedicó durante años a introducir variantes en sus herramientas, disgustado porque la muerte con este método no se produjera de manera instantánea, como él quería, por la fractura del cuello, sino por estrangulamiento. En ocasiones, se producía una agonía que podía durar hasta 20 minutos.

Según la revista « Vida Penitenciaria », Gregorio Mayoral llegó a pedirle a su alcalde que le cediera todos los perros vagabundos recogidos en Burgos, para practicar las innovaciones de su máquina de matar. «Como la demanda no fué atendida —podía leerse en la publicación— y estaba decidido a que su corbata funcionase con la mayor perfección y suavidad, tuvo la luminosa idea de practicar las pruebas con gatos. A tal efecto, no dejó un felino en toda su vecindad».

Hubo otros muchos artículos que explicaban cómo se enfrentaban los reos al garrote vil. El 8 de mayo de 1924, por ejemplo, le tocó el turno a los tres condenados por el famoso crimen del expreso de Andalucía, en el que dos funcionarios de Correos aparecieron muertos en uno de los vagones del tren. El verdugo encargado de apretar el tornillo fue esta vez el de la Audiencia de Madrid, Casimiro Municio Aldea , que años después reconoció que tenía que beber para poder realizar su trabajo: «Estoy arruinado físicamente. Soy un desgraciado. Un miserable que mata para vivir. Siempre que trabajo, me da el Estado cincuenta duros que me gasto en medicinas, porque siempre caigo enfermo después».

«Esto no aprieta»

Con todo tipo de datos, « La Correspondencia de España » le dedicó nada menos que cuatro páginas a los últimos instantes de vida de Honorio Sánchez, Francisco Piqueras y Sánchez Navarrete. «Honorio marcha por su propio pie al patíbulo, a impulsos, de un último movimiento de energía. Dice que muere inocente y pide que velen por su hijo. Su última frase antes de que se produzca la ejecución es: “Esto no aprieta”. [...] Piqueras pide que le sea entregado un retrato de su madre y, cuando lo tiene en su poder, lo besa y pide que le sea entregado a la mujer que le dio la vida. La sentencia fue ejecutada rápidamente después de los terribles momentos que empleó el verdugo para ordenar las ropas que vestía el reo y que impedían su ejecución. Piqueras dijo entonces que se había equivocado en la vida y que prefería la muerte al indulto si esta servía de ejemplo a la sociedad. “Ahora lo importante es que me hagan morir bien”, añadió. [...] Con respecto a Navarrete, su única frase fue dirigida al verdugo, al que le pidió que no le hiciera daño».

El mismo periódico despedía el artículo asegurando que «todos los que presenciaron el terrible acto (periodistas, militares, sacerdotes, etcétera) coincidían en afirmar que la impresión sufrida era horrenda e indescriptible, ni siquiera comparable a las situaciones más trágicas de la vida, incluidas las operaciones de guerra». Y aún así, los redactores no cejaron en su práctica de contar y describir las ejecuciones y hasta seguir a los verdugos por las diferentes ciudades de España cuando estos se desplazaban para trabajar. Podías leer lo que había ocurrido la noche anterior, las visitas de los familiares, las despedidas, el paseo hasta el cadalso, las últimas palabras, los últimos deseos de los presos, la agonía, las reacciones de los presentes y hasta lo que se cobraba por el trabajo: «Por una ejecución, 50 pesetas; por gastos de viaje, 40; por dietas, 17, y por transporte de aparatos, 15. Total, 124 pesetas», informaba « El Imparcial ».

En 1922, en «La Voz» se podían leer también titulares como « Las ejecuciones de hoy ». Y un año después, en «El Sol», lo mismo: « Han sido ejecutados los reos de Tarrasa ». «Ambos presos se negaron con tesón a recibir los auxilios espirituales —informaba—. A uno de ellos se le aconsejó que se despidiera de su madre y este contestó: “No la tengo, murió en 1913”. Después le pidieron que lo hiciera, por lo menos, de su hermano y del resto de su familia. “No, ya se enteraran de mi muerte por los periódicos».

Y seguro que lo hicieron.

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