Vivir bajo los puentes de la M-30: «Mi vida es la chabola y pedir limosna. Llevo tres años así»

A lo largo de la vía de circunvalación hay 20 zonas habitadas por un total de 60 personas: el 90% son rumanos

Florica y Ali, dos de las rumanas que viven bajo uno de los puentes de la M-30, en su chabola Isabel Permuy

Carlota Barcala

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Su día a día siempre es igual. Mohamed Litayam vive –o mejor dicho, malvive– una rutina de la que solo quiere salir. Aunque no sabe cómo. Hace seis años dejó a su familia en el Sáhara Occidental y recorrió el desierto en busca de una vida mejor. Cruzó Marruecos cargado de sueños que se esfumaron demasiado rápido durante la travesía en patera que le trajo a España. Fue dando tumbos hasta que en 2016 llegó a Madrid. Pasó el invierno en los albergues municipales del Samur Social , donde conoció a un marroquí que le prometió un techo en el que cobijarse. La campaña del frío terminó y él confió en su nuevo amigo. Fue ese hombre –del que ahora ni recuerda el nombre– quien le descubrió el mundo paralelo e invisible que hay debajo de los puentes de la M-30. Lo convirtió en vecino del asfalto y de los miles de conductores que circulan al lado de su hogar sin reparar en él. «Mi vida es la chabola. Me levanto, pido limosna y vengo al parque. Si consigo algo de dinero voy a comprar comida; si no, intento vender chatarra. Llevo tres años así», explica el joven en el parque Salvador de Madariaga , justo encima de su «casa», donde hasta hace unos días convivía con los acampados sirios.

Basura y recuerdos

Cuando llegó al puente, Mohamed vivía con tres chicos prácticamente de su misma edad y un hombre mayor al que un día perdieron la pista. Todos inmigrantes marroquíes. El lugar todavía se mantiene en pie: cuatro paredes de cartón , protegidas por plásticos y mantas, y rodeadas de basura y olor a orín. A su lado, varias sillas y una mesa de madera invitan a todo menos a sentarse y comer en ellas. En invierno, el puente los protege de las lluvias y, en cierta forma, les alivia el frío.

«Ahora no se puede vivir ahí, hace mucho calor, hay muchas moscas y huele muy mal. Por eso puse aquí la tienda de campaña», dice Mohamed señalando el césped del parque. En el interior, un gran oso de peluche ocupa casi la mitad del habitáculo. En la entrada de la tienda verde hay un álbum de fotos de una época que parece que fue mejor. «Al menos más feliz», puntualiza. Mohamed no quiere pensar en el futuro. «Tengo que buscarme la vida. Ojalá pudiera tener un buen trabajo, pero no lo voy a conseguir porque no hablo bien español y el poco dinero que gano no lo puedo invertir en unas clases», cuenta y su mirada se entristece, como si supiese que el sueño que tenía hace seis años no se va a materializar, aunque no quiere decirlo en alto. «Me gustaría ver a mi familia, pero no puedo volver al Sáhara así», dice.

Una chabola debajo de uno de los puentes de la M-30 Isabel Permuy

De vez en cuando, Mohamed y sus amigos piden ayuda al Samur Social. También acuden a una asociación de Ventas a pasar las horas muertas y hacer algún que otro taller. «Cuando el verano termine, habrá que volver al puente», dice antes de despedirse y atravesar la superficie que protege su destartalada vivienda.

Chatarreros

En los puentes de la M-30 hay gente viviendo en 20 puntos. En total, según datos proporcionados por el Ayuntamiento de Madrid, hay 60 personas, de las que el 90% son rumanos, mayoritariamente de etnia gitana, y el 10% españoles. «Las personas de otras nacionalidades son residuales, se van moviendo», explican fuentes municipales a este diario. Ninguno de los moradores ha aceptado la ayuda ofrecida por el Samur Social . «Si no se mueven, no se puede limpiar la zona, y desde elAyuntamiento no podemos echarlos.Esa es tarea de Delegación del Gobierno», indican las mismas fuentes.

Mohamed posa con un cigarro sobre el puente en el que vive Isabel Permuy

«Los españoles son personas de otras provincias que han encontrado un modo de vida en la chatarra o pidiendo, y han decidido estar así. Además, suelen tener diversas problemáticas añadidas», explican desde el Samur Social. «Es un peligro que vivan en esa zona. Por la cercanía a la carretera, en cualquier momento les puede pasar algo o podrían provocar un accidente », indican. La mayoría de ellos son hombres de entre 45 y 60 años.

El colectivo de los rumanos es el más numeroso. Florica y Ali son vecinas de Mohamed. Viven dos puentes más abajo, en sentido Ventas. La primera tiene 70 años ; la segunda, 55. En un recoveco de la carretera han instalado su vivienda, protegida por lonas verdes. Dos alfombras dan la bienvenida al hogar que está dividido en dos por los muebles que usan como cocina y despensa . A la izquierda, vive Ali con su marido; a la derecha, Flori con su hermano. Sobre la lona tienden ropa recién lavada en un barreño, que también usan para limpiar los pocos utensilios que poseen y para asearse con una pastilla de jabón. También tienen varias escobas. «Puedo vivir en la indigencia, pero siempre limpia», afirma orgullosa la mayor de las mujeres, que cuando enviudó decidió buscarse la vida en España.En Rumanía dejó a cuatro hijos y a ocho nietos que aún no conoce.

Por las noches cubre sus orejas con un pañuelo, del que también se protege del sol y los insectos . «Pero me duelen los oídos por el ruido, y me pica la piel del calor», cuenta la anciana. Flori se levanta todos los días a las 8 y hasta mediodía pide en la puerta de una pastelería cercana. «Gano 7 o 9 euros y con eso compro la comida», explica. El resto del tiempo, arregla su ropa vieja con un hilo y alfileres que se ha comprado. Su hermano no le aporta nada del dinero que consigue, también pidiendo. «Suele ganar 2 o 3 euros, pero a mí solo me da céntimos», se lamenta la mujer. Asegura que no puede trabajar por una operación de espalda que la dejó incapacitada .

A su lado, Ali ordena el carro de chatarra que acaba de conseguir. Ella y su marido también limpian los coches de la M-30. A veces, comen de la basura. «Pero luego me duele mucho el estómago», relata. Ellos llevan 5 años bajo los puentes. «Me gustaría irme a un piso, pero no tengo dinero. Soy pobre y esta es mi vida», dice. Los ojos de Flori, azules, se humedecen cuando piensa en lo que han sido sus siete décadas de vida. Prefiere no hacerlo. Con una sonrisa forzada, como restándole importancia, se gira y empieza a cocinar con alcohol en un hornillo improvisado . Su triste rutina continúa.

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