Juan Soto - EL GARABATO DEL TORREÓN

Gallegos en la noche trágica

José Calvo Sotelo y sus verdugos están ligados a Galicia por sus ataduras biográficas, familiares y políticas

Retrato de José Calvo Sotelo ABC

Francisco Vázquez, embajador de España cerca de la Santa Sede, extraordinario alcalde de La Coruña y persona de bien acreditada afición a la Historia, acaba de publicar en estas páginas un artículo que aporta interesantes novedades acerca del asesinato de Calvo Sotelo, el suceso que precipitó el comienzo de nuestra última —por ahora— guerra civil. Su lectura nos acerca al recuerdo de un lucense a quien el azar situó entre quienes fueron a buscar al líder del Bloque Nacional a las dos de la madrugada del 13 de julio de 1936. Se llamaba Aniceto Castro Piñeira (no Piñeiro, como con frecuencia se le apellida), fuimos vecinos de la misma calle y en algunas hemerotecas se halla el obituario que escribimos cuando su fallecimiento, muy avanzada ya la Democracia.

Víctima y verdugos —estos, con grados de responsabilidad muy diversos— están ligados a Galicia por ataduras biográficas, familiares y también políticas. Calvo Sotelo, nacido en Tui, fue estudiante de bachillerato en Lugo, veraneante en Ribadeo (en el desaparecido semanario «Las Riberas del Eo» se rastrean sin dificultad sus primeras huellas periodísticas) y luego, andando los años, diputado, primero por O Carballiño y luego, durante tres legislaturas, por Ourense. «Mi vida no se puede entender sin Galicia», con razón dijo de sí mismo.

También de nación gallega era Fernando Condés Romero, un vigués del barrio de Lavadores, teniente de la Guardia Civil expulsado del cuerpo tras el intento golpista de octubre de1934 y reingresado luego, cuando el triunfo del Frente Popular, con ascenso al grado de capitán. Condés dirigió personalmente la acción de secuestro y posterior asesinato de Calvo Sotelo, si bien el inicuo trámite de descerrajarle el tiro mortal se lo dejó a un coruñés, Luis Cuenca Estevas, pistolero con oficio ya evidenciado en la Cuba del dictador Machado. En el verano de 1936 estaba adscrito al servicio de Indalecio Prieto en calidad de guardaespaldas. Cuenca y Condés apenas sobrevivieron quince días a su víctima: ambos murieron en la batalla del Guadarrama. Conviene hacer constar que muchos de los pormenores del asesinato de Calvo Sotelo se conocen por testimonio directo de Cuenca: en la tarde del mismo 13 de julio se los contó a Julián Zugazagoitia, director de ‘El Socialista’.

En cuanto a Aniceto Castro Piñeira, lugués de Pol –tierra de periodistas y de mártires–, no es personaje de catadura comparable a los Cuenca y Condés, vaya eso por delante. En 1934, había dejado su aldea y el oficio de labrador para tratar de ganarse la vida en Madrid como guardia de asalto, cuerpo al que pertenecía uno de sus dos hermanos. El otro era cura, estampillado de capellán castrense cuando la guerra civil. La tarde del 12 de julio, Aniceto, adscrito a la muy radicalizada Segunda Compañía «de especialidades», se encontraba de servicio en el cuartel de la plaza de Pontejos. La noticia del asesinato de Castillo produjo allí una sacudida tremenda y una incontenible indignación. Algunos de los presentes pidieron venganza a voz en cuello: «Hay que ir a por ellos». Pasadas la una de la madrugada, un teniente, Andrés León Lupión, ordenó a varios guardias que se subiesen a la «camioneta» (un autobús con caja abierta) número 17. Castro Piñeira fue de los designados. Junto a un compañero, ocupó un sitio en la tercera fila de los bancos corridos. Una hora más tarde, en medio de ambos guardias se sentó Calvo Sotelo. Lo que sucedió después es bien conocido.

Destinado al frente de guerra, Aniceto fue detenido a las afueras de Madrid, en la batalla que se libró en la Ciudad Universitaria. Trasladado al campo de concentración establecido en Talavera, fue juzgado y condenado a treinta años de cárcel. Un indulto, en cuya concesión pesaron peticiones de personas vinculadas políticamente al nuevo régimen, hizo posible una reducción notable de la pena y la consecuente rehabilitación. Reservado, discreto y educado, Aniceto Castro acabó ganándose la vida como agente comercial, siempre con el respetuoso afecto de cuantos lucenses lo conocieron.

El embajador Francisco Vázquez finaliza el artículo que da pie a estas líneas con una alusión a la pretensión del PSOE de establecer ciertos «dogmas de obligado acatamiento». Por lo que pueda depararnos el futuro, recordemos una vez más los versos de don Manuel Machado: «Que lo que sucedió no haya pasado, / cosa que al mismo Dios es imposible...».

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