Juan José Esteban Garrido - Historia militar de la Comunidad Valenciana

El Papa del mar, un español antes de España

«En la muralla de Peñíscola 75 figuras de embarcaciones dan fe de lo que fue un aula al aire libre, literalmente colgada sobre la mar, para formar en el arte de la guerra naval a los marinos»

Nos vamos a ocupar hoy de un papa, quizás el más marinero de la historia. Pedro Martínez de Luna, una figura mayúscula de nuestra historia. “El papa del mar” lo llamó Blasco Ibáñez. Descendía por parte de madre, de Jaime de Gotor, hijo del último rey musulmán de Mallorca a quién Jaime I bautizó y concedió el señorío de Gotor. No se puede encarnar mejor lo que fue aquella España bajomedieval dinámica y efervescente, mora y cristiana, mestiza y poliédrica, vanguardia marítima de Europa.

En un regate de la historia, perdidos entre los pliegues del tiempo, encontramos a finales del siglo XIV a los caballeros de la orden de San Juan de Jerusalén, en fiera pugna por renacer vigorosos, en el rompeolas de Rodas. En 1375 de 400 freires que llegaron a la isla, 75 eran españoles. Corrían los días en que el asfixiante dominio turco del mediterráneo oriental obligaba a la concentración de los capitales genoveses y venecianos en su extremo occidental, aumentando el interés por la ruta Atlántica y sus escalas intermedias, entre las que destacaba Valencia, escala que cobraba cada vez más protagonismo en los circuitos marítimos de esas aguas. Eran días históricos cortantes, como las esquirlas de metal, en los que un convulso cónclave romano en 1378, elegía a Urbano VI como papa. Sin embargo, la mayoría de los cardenales no quedaron satisfechos y elegirían a otro papa, francés, Clemente VII, que continuaría manteniendo la sede papal en Aviñón. Desde hacía casi un siglo la sombra del poder francés que buscaba minar y dominar al papado, se proyectaba sobre la iglesia, con desabrida vulgaridad, a la vista de todos, hasta conducirla a uno de sus peores cataclismos: el cisma de Occidente. Francia, Saboya, Escocia y Nápoles se alinearon con el papa francés Clemente VII, mientras Inglaterra y el Sacro Imperio Romano-Germánico tomaban partido por Urbano VI. La Cristiandad parecía a punto de naufragar en medio de la tempestad.

Con este telón de fondo, en la corte papal de Aviñón, encontramos que el cardenal Pedro Martínez de Luna gozaba de gran prestigio, junto a otro aragonés, Juan Fernández de Heredia, consejero del pontífice, capitán general de su escuadra y Gran Maestre de la muy marinera Orden del Hospital de San Juan de Jerusalén desde 1377. El historiador Delville afirma que Heredia fue el verdadero soberano de la iglesia de su tiempo. Guerrero y erudito, escribió la gran trilogía titulada “Gran Crónica de España” así como “Flor de las Ystorias de Oriente”. Según Waldstein, el libro que inspiraría los viajes de Cristóbal Colón. Clemente VII enviaría a la península al cardenal aragonés para recabar el imprescindible apoyo de los reinos peninsulares: Castilla, Aragón, Portugal y Navarra. En los 12 exitosos años que duró su misión, interiorizó la potencia de una España unida, casi un siglo antes de que el desarrollo progresivo esa idea de España fuera posible.

Fueron años cargados de acontecimientos. En 1389 fallece Urbano VI en Roma y se elige a Bonifacio IX. En 1394 fallece Clemente VII en Aviñón y los cardenales de Aviñón eligen a Pedro Martínez de Luna como Sumo Pontífice con el nombre de Benedicto XIII. Tenía 66 años y Francia continuaba perpetrando groseramente atentados contra la independencia papal, poniendo sitio a Aviñón en 1398. Pero en Aviñón se encontraba un papa que no se arredra. Dirige él mismo la defensa a pesar de encontrarse en franca inferioridad. Sólo la presencia de una fuerte armada valenciana, la Armada Santa, lo salva “in extremis” al obligar a los franceses a concertar una tregua. Benedicto XIII quedaría sitiado en el palacio papal de Aviñón hasta que pudo escapar en 1403, disfrazado de Cartujo. En el Ródano le esperaba una galera aragonesa que lo conduciría al Mediterráneo y a la libertad. Deambuló por la Provenza y Liguria, navegando protegido siempre por el reino de Aragón. Quiso recuperar Roma y el 7 de mayo de 1404 partió de Marsella “con siete galeras mandadas por el condestable de Aragón y almirante de Sicilia Jaime de Prades, el mismo que le sacó de la prisión de Aviñón”. Tras un largo periplo de este papa marinero recabando apoyos por las costas italianas, diversas circunstancias impidieron que pudiera conquistar Roma y hubo de regresar a Marsella en 1409 con sus galeras aragonesas.

Peñíscola, fortaleza templaria y montesiana, ubicada en el centro del litoral peninsular de la corona de Aragón, cobraría gran protagonismo en la vida de este papa singular. En 1411, la corte papal recala allí. Y con ella, un impresionante conjunto de obras de arte, joyas literarias, reliquias, textos religiosos y pergaminos. Se trata de un ingente caudal de sabiduría, en la frontera del conocimiento de su época, para numerosas disciplinas: astronomía, matemáticas, navegación, ciencias naturales etc. Calígrafos, amanuenses, miniaturistas, iluminadores, una pléyade de artesanos de la cultura arribaron también al peñón peñiscolano, ahora cabeza de la Cristiandad. Y así nos encontramos con la biblioteca más importante de su tiempo, a bordo del navío varado en el Mare Nostrum que es Peñíscola. No cuesta mucho imaginar, en medio de la noche, a un Papa Luna melancólico, durante un receso reparador de sus arduas ocupaciones , otear en la lejanía de la mar y soñar que un día una flota española le permitiría recobrar la Roma eterna. Si, una flota de aquella España que él ya veía imparable si conseguía su unidad. Hace de eso 6 siglos.

En la muralla de Peñíscola 75 figuras de embarcaciones dan fe de lo que fue un aula al aire libre, literalmente colgada sobre la mar, para formar en el arte de la guerra naval a los marinos que debían conquistar Roma, objetivo nunca abandonado por Benedicto. Se trataba de cultivar las destrezas de los alumnos en el manejo de armamento de vanguardia o cartas de navegación, en la aplicación de técnicas de navegación novedosas o de tácticas de combate pioneras que proporcionasen en conjunto a la escuadra papal una neta ventaja militar. Conviene recordar que los primeros occidentales en utilizar cañones a bordo de sus galeras fueron los españoles a finales del siglo XIV. Las galeras utilizadas, impulsadas básicamente a remo, dado el cambiante régimen de vientos, por otra parte, bastante flojos del Mediterráneo, presentaban un perfil alargado, bajo bordo y escaso calado. Eran barcos de unos 40 metros de eslora por 6 de manga, dónde se apiñaban unos 500 hombres, entre ellos numerosos caballeros de las órdenes militares, lo que les daba una reputación y un prestigio inigualable por aquellas costas en las que los avistamientos berberiscos y los enfrentamientos con Génova estaban a la orden del día.

A pesar de la proximidad de las atarazanas de Vinaroz con su tradición marinera y la posibilidad de encontrar allí víveres y pertrechos navales de todo tipo, el gran arsenal del reino, la ciudad de Valencia, que proporcionaba habitualmente avituallamiento, armas o incluso tripulantes a las galeras de Benedicto XIII, fue determinante en la operatividad de la escuadra del papa Luna.

En 1410 había muerto sin sucesión Martín I el humano, lo que divide el reino de Aragón entre trastamaristas y urgellistas. En Sagunto, tendrá lugar el encuentro decisivo, que acaba con la derrota absoluta de las tropas urgellistas. Será así como, gracias a esta victoria de Sagunto Valencia enviaría a Caspe en 1412 compromisarios incondicionalmente trastamaristas, entre ellos los valencianos Bonifacio Ferrer y su hermano Vicente, de modo que Benedicto XIII podría manejar hábilmente los hilos de aquella encrucijada histórica, para tejer el compromiso de Caspe, un acuerdo jurídico incruento, en el que 5 de los 9 compromisarios eran fieles servidores eclesiásticos suyos. Causa estupor y cuesta mucho comprender a la luz de la razón, como un personaje de comienzos del siglo XV podía percibir nítidamente la fortaleza y la pujanza histórica de la unión peninsular, mientras coetáneos nuestros desde la vacuidad caótica de un aldeanismo primitivo, solo alcanzan a sentirse a gusto en medio de localismos trasnochados, tan debilitadores como incapacitantes. Quizás el “quid prodest?” nos ayudaría muy mucho, a enfocar adecuadamente la cuestión, pero retomemos nuestras coordenadas narrativas y nuestro rumbo. Entre Diciembre de 1414 y el 19 de Julio de 1415 el papa Luna visitó Valencia. El flamante rey Fernando I también acudió y en estos días Benedicto XIII celebró la boda entre el que sería Alfonso V de Aragón y María de Castilla, manteniendo el rumbo hacia la restitución de España.

La ciudad de Valencia, una vez más , demostró su capacidad naval, emitiendo 6.000 florines en censales para financiar el apresto en el Grao valenciano de las cinco galeras que llevarían a Benedicto al nuevo Concilio de Perpiñán. Financiación, compraventa, construcción y reparación de barcos, fabricación o importación de pertrechos navales, personal especializado : carpinteros, calafates, veleros, toneleros, cordeleros, armeros, marineros…. todo eso era el pan nuestro de cada día de aquella Valencia marinera que en este contexto y no en otro, alcanzaría su siglo de oro.

Benedicto entró en Perpiñán el miércoles 31 de julio. El Concilio reunido en Constanza a instancias de los poderes políticos europeos, había obtenido ya la abdicación de Juan XXIII el 31 de mayo y de Gregorio XII el 4 de julio. Para alcanzar los designios del emperador y sus aliados que buscaban sin ambages controlar el papado, sólo faltaba obtener la renuncia de Benedicto. En Perpiñán, el rey de Aragón se pasa al bando del emperador Segismundo y cuando comprueban que la erudición y dicción del de Illueca, hace imposible doblegarlo, pasan al amedrentamiento directo, pero tropiezan con la posición berroqueña del de Illueca, que haciendo gala de un valor muy poco frecuente en un mundo de violencia sin fin y mortíferos venenos, se niega en redondo. Tras encajar semejante cadena de adversidades encadenadas, embarca en Colliure rumbo a Peñíscola, gritando a los mensajeros del rey aragonés desde la borda de su galera:

“Decid a vuestro rey: Yo te he hecho rey a ti que nada eras y, en recompensa, me abandonas solo en el desierto. Tu vida será corta, tu raza incestuosa, tus descendientes no llegarán a la cuarta generación”.

Los años, curiosamente le darían la razón y por si eso fuera poco, en medio de una violenta tempestad desatada en la singladura de retorno, el Papa Luna desde la proa, pide al cielo que hunda la galera si él no es el auténtico Pontífice y los vientos se calman de golpe…Y así crecía su leyenda….

Benedicto XIII, aunque anciano y recluido en su fortaleza, hace gala de una poderosa capacidad intelectual y del mismo valor que ha demostrado toda su vida. Revestido aún de un liderazgo militar que perduraba entre los caballeros de las órdenes militares afronta impertérrito las embestidas de los poderosos personajes, interesados en sacarlo definitivamente de la escena. Y así, atrapado en aquella urdimbre de intrigas e intereses europeos, muchas veces inconfesables, en 1418 el papa Luna está a punto de morir envenenado, pero una vez más, se salva. No obstante, a comienzos de la segunda década del siglo XV, el declive era ya irreversible, la estrella del papa de Peñíscola se apagaba en medio de la constelación marítima del Mare Nostrum. Pero a despecho del “Vae victis”, ni la catarata absurda de imputaciones ni la cadena de omisión y silencio que siguieron a su desaparición, conseguirían apagar los ecos de su vida. Combatió, estudió, rezó, navegó, organizó, argumentó, retó, osó, convenció y negó, en aquel mundo tempestuoso que le tocó en suerte, mientras que convencido de su legitimidad, siempre “se mantuvo en sus trece”. En 1423 abandonaba este mundo. Se iba un español cuya visión naval traspasaba los siglos, un español antes de España, que aunque casi nadie lo recuerde y pocos lo comprendan, en Caspe había buscado la forja de un poder naval incontestable, con el objetivo puesto en Roma. La historia discurriría por otros derroteros, pero sin el compromiso de Caspe, quizás el poder naval español que asombraría al mundo, a finales de aquella centuria, hubiera sido tan solo una quimera, aunque esa es ya otra historia.

Juan José Esteban Garrido es Teniente de Navío (RV), ingeniero de Caminos, Canales y Puertos y miembro de la Asociación Valenciana de Historia Militar

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