Volver a la infancia

La producción de 'El Cascanueces' que estas Navidades programa el Liceo es un bello homenaje de Kader Belarbi a las puestas en escena que lo han precedido y a los cuentos infantiles

Un momento del montaje en el Gran Teatro del Liceo A. BOFILL

Pep Gorgori

La producción de 'El Cascanueces' que estas Navidades programa el Liceo es un bello homenaje de Kader Belarbi no solamente a las puestas en escena que lo han precedido, sino también a los cuentos infantiles e incluso las series de televisión que marcaron la infancia de muchos de nosotros. Un ejercicio de nostalgia en su justa medida, emotivo y que, aun transgrediendo la partitura de Tchaikovsky, mantiene intacto el ambiente mágico que preside todo este ballet que, sin lugar a dudas, es una de sus obras maestras. El misterio encantador del cuento original de E.T.A. Hoffmann en que se basa está también muy presente en cada escena.

Estrenado en 2017, el montaje de Belarbi ubica la acción en un orfanato, donde los niños reciben la visita de posibles familias adoptantes, hacen travesuras y se pelean por los juguetes. A la hora de ir a dormir, María (una excelente Natalia de Froberville) sueña que su preferido, el Cascanueces con forma de soldadito de plomo (impresionante, por su fuerza y gracilidad, Ramiro Gómez Samón), cobra vida. Y, con ello, nos abrimos paso al mundo onírico de los sueños.

El coreógrafo se sirve del ballet clásico como base, pero desde un paradigma netamente contemporáneo. Así, se aprecian desde referencias a la coreografía de Balanchine hasta a los bailes de West Side Story. En lo visual, encontramos reminiscencias que van de 'Pippi Calzaslargas' a 'El mago de Oz'. Una puesta al día, pues, colorista y llena de encanto, si bien no especialmente apta para los más puristas.

En este sentido, cabe mencionar las libertades que Belarbi se toma con la partitura de Tchaikovsky, que retoca con razonable acierto pero también con mucha osadía. Por ejemplo, sustituye una parte de la Danza China orquestal por una versión previamente grabada simulando el sonido típico de los videojuegos japoneses de los años 80 y 90. Algunos recortes, partes que suenan en transcripción para piano solo, efectos sonoros… Hay que admitir que todas estas intervenciones están hechas desde el buen gusto, y no se puede negar que funcionan bien en el marco de la creación del coreógrafo, aunque conviene ir avisados para evitar algún que otro espanto.

A nivel musical, la Orquesta del Liceo se luce bajo la dirección de Marius Stieghorst, que, aun con todas las intervenciones de Belarbi, es capaz de hilvanar el conjunto sin perder del todo el ritmo de la partitura original. Una buena producción, pues, para volver por un rato a aquellos sueños de la infancia. Precioso, por otra parte, el detalle final, en que María deja de lado a su juguete favorito para centrar su atención en un chaval de su edad. El paso de la infancia a la edad adulta, justo antes de los aplausos, que, a las puertas del nuevo año, nos invita a recordar más a menudo el niño que fuimos, pese a todo lo que nos pueda deparar este 2022.

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