Vampire Weekend, domingo de gozos en Razzmatazz

La banda presentó el doble y vibrante «Father Of The Bride» tras casi diez años sin actuar en Barcelona

Ezra Koenig, durante una actuación de la banda Vampire Weekend / Facebook

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Esto bien podría haberse titulado «palmas y lorolos» por la asombrosa capacidad del público para transformar casi cualquier canción de la banda en una eufórica mezcla de lo primero y lo segundo pero, por fortuna para ellos y también para nosotros, en el regreso de Vampire Weekend a Barcelona nueve años después de su última actuación en la ciudad hubo más que eso. Mucho más. Tanto hubo, de hecho, que, después de hora y media sobre el escenario y antes de invocar a Paul Simon y Bruce Springsteen (del primero cayó la juguetona «Late In The Evening»; del segundo una «I’m Going Down» servida entre algodones), el propio Ezra Koenig, líder y cantante de la banda, anunció sorprendido que aquel ya era, oficialmente, el concierto más largo que habían ofrecido hasta la fecha en España.

Un récord pírrico que quizá debería hacernos reflexionar sobre lo que están haciendo según qué festivales con según qué grupos (o viceversa) y que, por si acaso vuelven a tardar otros nueve años en volver, los neoyorquinos quisieron batir a lo grande. A saber: regalando a su público casi dos horas y media de vibrante afropop, himnos para dejarse la garganta hecha papel de lija y vistosas florituras sonoras. Un despliegue torrencial a juego con el reciente y doble «Father Of The Bride» que ni siquiera la acústica siempre esquiva de Razzmatazz consiguió entorpecer. Así, desde las guitarras en espiral y la ingeniería rítmica de «This Life» al cosquilleo de teclados de «Walcott», todo salía del escenario con asombrosa nitidez y poderío arrebatado.

En algún que otro momento también se les fue la mano y bordearon el desconcierto chapoteando en el fangar progresivo de «Sunflower» o atiborrando de esteroides las delicadas «2021» y «Big Blue», pero por lo general lo de Vampire Weekend el domingo fue de notable alto. Difícil bajar de ahí cuando uno se arranca empalmando con brío contagioso «Flower Moon», «Holiday», «Bambina», «Sympathy» y «Cape Cod Kwassa Kwassa» y el público recibe el crescendo de «Unbelievers» o el chapoteo electrónico de «Diplomat’s Son» como maná recién salido del horno celestial.

La gente, es cierto, tenía ganas de Vampire Weekend, pero también los neoyorquinos venían sobrados de entusiasmo y dispuestos a reivindicarse como sabrosa batidora estilística en la que encajan los parcheados sintéticos de «Harmony Hall», las reverencias a Dusty Springfield, las erupciones filopunk de «Cousins» y «A-Punk» y ese irse a África para acabar volviendo siempre a Paul Simon. En sus manos, un mapamundi como el que ilustra la portada de su último disco y en el que nacen y se multiplican afluentes inesperados como esa versión deliciosamente funk de «Give Up The Gun» o el suave balanceo de «Jerusalem, New York, Berlin».

Puede que nada de esto hubiese sido posible sin esa versión extendida de la banda que suma dos teclados, un segundo batería y un versátil guitarrista a Chris Baio (bajo) y Chris Thompson (batería), pero lo que es seguro es que tanto el rumbo como el puerto de destino hubiesen sido muy distintos sin el magnético Koenig, líder carismático donde los haya, manejando el timón y transformando un domingo cualquiera de noviembre en un domingo de celebración. Un domingo de gozos sin apenas sombras.

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