Hilario Barrero - OPINIÓN

El abanderado: pintor en Toledo

A Romero Carrión le gustaba la vida, la vivió como le dejaron vivirla, respetando las apariencias, bebiendo de la monotonía provinciana

Hilario Barrero
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En las procesiones, al ser el concejal más joven de la Corporación toledana, era el que llevaba el pendón de la ciudad. Alto, mirando al público de reojo y escuchando comentarios de todo tipo, abría el cortejo municipal. Era profesor de dibujo del Instituto, director de la Escuela de Artes y Oficios, académico, amante, aprendiz de poeta, personaje público y, sobre todo, pintor. Subí a su estudio dos veces: la primera, mientras retrataba al canónigo José María Mansilla y, la segunda, a que me hiciera a mí un retrato a lápiz para una revista que iba a publicar unos poemas míos.

El estudio estaba en la plaza de Zocodover, en el mismo edificio donde estaba Foto Flores (unidos ahora en San Clemente, donde se celebran exposiciones del pintor y del fotógrafo).

A veces nos reuníamos en el Café Suizo con el poeta Juan Antonio Villacañas, al que retrató. Yo escribía en el periódico de sus exposiciones y sus triunfos y al llegar Navidad me mandaba una tarjeta ilustrada con un dibujo suyo. Le gustaba la vida. La vivió como le dejaron vivirla, respetando las apariencias, bebiendo de la monotonía provinciana, asomado al balcón de su casa viendo pasar la vida repetida día a día por Zocodover, gozando de la noche. Un día la muerte se lo llevó.

Como era el pintor «oficial» de la ciudad fue odiado, envidiado, protegido y elogiado, se pasó su vida buscando un estilo y una personalidad, perdiendo colores en el camino y vendiendo con éxito su obra entre los toledanos. Su legado artístico se ha ido oscureciendo, como se oscureció el de don Enrique Vera y tantos otros. Sigue cubriéndose de polvo bendito el retrato del cardenal Pla i Deniel en la Sala Capitular y resulta difícil, por la altura, descifrar y leer con detalle el cuadro de la Inmaculada que hizo para San Juan de los Reyes.

Más que un cuadro es una crónica atea poblada por jóvenes santos, amantes con nombres, frailes y monjas que colgaron los hábitos en busca de otro tipo de amor, militares en la retaguardia, ángeles con sexo, el pueblo con ojos de asombro, todos inmortalizados para alimentar la penumbra del recuerdo.

Una historia contada por el pincel bisturí de un pintor de Toledo. Un hombre que lo intentó y que nos mira desde el autorretrato del cuadro con mirada inquisitiva. Un artista que firmaba sus obras como Romero Carrión (1936-1977) y que fue pintor en Toledo.

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