Cecilia Quílez o Caligrafía de la necesidad

«La precariedad donde el poema desea guisarse en un revuelto sabroso de emociones»

POR RAFAEL MORALES BARBA

«Cada día escribo un pliego/ De primeras voluntades/ Las sacudo mientras canto/ Con el sortilegio/ De la niña que fui» por donde ha pasado el tiempo sin marchitarse en el nihil o en su lexicalización literaria, sabido resistir la desolación en la representación del mundo y el saber contarse. O si prefieren la inmediatez vívida, la circunstancia del tiempo propio autorrerefiriéndose en sus remolinos, reivindicaciones, sentido personal, o el grito pensativo de ser mujer, nutrido de interioridades, follajes que susurran o se alzan como identidad literaria. Y así, con toda esa lectura de lo asumido, pugnas, recovecos y dilucidaciones, atención a sí misma, desnudez expresiva leída, camina su verso entre veredas distintas al realismo desnudo y al oropel logolálico con estas caligrafías . Lo hace en un canto parcelado y unitario, donde la elegía (con particular mirada a la madre), la reivindicación del ser e interpretarse desde sí misma en el género, escritura o inquietud, desasosiego en el funambulismo de la precariedad de ser, son el fundamento de la invención, diría Quintiliano. Y la precariedad donde el poema desea guisarse en un revuelto sabroso de emociones, o Caligrafía de la necesidad (2017). Es además el séptimo libro de poemas de algecireña, si incluimos Escruturaciones (2016). La crítica atenta a sus virtudes se fijó en Vísteme de largo (2011), pero sobre todo en su libro de referencia anterior, La hija del Capitán Nemo (2014). Un pequeño universo personal de emocionantes diálogos con el padre, plural en las emociones como resorte, donde lo íntimo familiar se impulsaba y hacía voz entre eros y tánatos, el deseo, con el paraguas del versículo, el proema o poema en prosa de Francis Ponge, y el minimalismo. Creció así su voz sin pacto en una poesía donde también cabía el espectáculo visual de La memoria salina , junto al exquisito saber decir filmado de Alejandro Céspedes.

Su poesía de lo inmediato y emocional , a veces algo hermética, sabedora de estar en la poesía de la edad o madurez, llega y se cuenta en el envés de la trama desde esos lugares donde no se claudica : «Amé en silencio/ Esa polilla agonizando/ En tu garganta». Así se avecina esta elegía y resistencia, elegancia en la precariedad, reivindicación, desplegados en hermosos versículos «Soñé ser la sombra en el corazón de una ballena/ Liberar a los arcángeles de los portales oscuros/ Borrar de las enciclopedias la palabra dominio/ Restaurar el discurso universal sobre el hambre/ Dar voz y voto a los niños en las Naciones Unidas». Ese mundo de vuelta a la inocencia, al amor como salvación, encuentra su mejor poesía justo ahí, frente a cuando se constriñe o acumula ejercicios. Así nos acerca una escritura o resistencia, una obertura, muy hermosa, íntegra y fuerte : «Cuando hundo mis manos en la tierra/ Cuando las lavo de tristeza/ Ahí la inmensidad/ Soy hoja naciente». La melancolía sin desolación, la autenticidad de la voz, léase verosimilitud, la herencia en las fórmulas con cuanto proviene de territorios distintos al realismo, desde Antonio Gamoneda a Juan Carlos Mestre donde se mira, pero sobre todo a l a atención a sí misma como origen del canto, han ido construyendo un libro, sin trampa ni cartón . Un claroscuro donde leer una senda en los claros del bosque donde menos se los espera, diría María Zambrano. Una poeta felizmente inscrita en lo propio en su individualidad sin pacto, desenvuelta y atrevida, siempre detrás y siempre más allá de las máximas (a tono con la cita de Chantall Maillard) y portadilla: «No medirás la llama con palabras /que encubren los viejos sentimientos de los hombres». Desde ahí lo íntimo en su circunstancia extrema, a veces enigmática, prospectiva también, desenvuelta y aventurera, propia, sin plegarse a lo enunciado, equivocándose y atreviéndose a decirse en sus modos y fórmula, en su sinceridad literaria. O el canto de lo personal (piensen en Philippe Laujene), quemándose en una llama escrita entre errores y virtudes, sin inocencia, con lecturas, y en búsqueda. Cecilia Quílez se canta y prefiere equivocarse a traicionarse. No arría las banderas ni cuando percibe la desazón «Noto a la bestia aquí», mientras llega la bella metáfora en la «noche almidonada». Siempre fiel a sí misma, a su inscripción en un lenguaje donde halla la última razón del poema en el tropo de la claridad frente al régimen nocturno tan estudiado por Gilbert Durand. Hilándose en silencio, diciéndose en su intimidad y cuantos cosmos fulgen hacia dentro, sobre todo para quien recuerde «Tomates verdes fritos», o la caligrafía de los pequeños, personales mundos interiores, hermosos y cuidados cuadernos japoneses donde se escribe lo mejor de una trayectoria y sus poemas.

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