Concepto henchido, sin palabras

Durante el último fin de semana del pasado noviembre tuvo lugar en la sala noble de la Real Academia de Artes y Letras de Cuenca (RACAL) la IV edición del Festival de Poesía para Náufragos acaecido en tres hermosos días soleados. En la elaborada selección de participantes, nos supo a gloria escuchar la poesía de la portuguesa Carina Valente-Anselmo, algunos de sus poemas impregnados de ese potente sensacionismo pessoano; tras su lectura en portugués, Miguel Ángel Curiel, madre nutricia del festival, ofreció a los oyentes su propia traducción castellana. También nos deleitaron con sus versos Francisco Caro, Francisco Mora, Cristina Falcón, Rafael Morales Barba (hijo del eximio poeta talaverano), Inés Ramón, Agustín Porras, Mercedes Escolano… José Ángel García, mantenedor del encuentro, realizó una profunda disertación sobre la creación poética.

Y el ya asentado festival lo cerró brillantemente (introducido por la agudeza crítica de Ángel Luis Luján) el poeta Dionisio Cañas, natural de Tomelloso, ciudadano de Nueva York durante varias décadas, quien declamó, con una puesta en escena muy atractiva, fragmentos de su extenso, inquietante y apocalíptico poema-libro «La noche de Europa», todavía en elaboración. Durante una agradabilísima sesión matutina, Teo Serna nos hizo escuchar en penumbra unos cuantos de sus sugerentes poemas sonoros. Y Antonio Gómez nos mostró sus poemas visuales y algunos vídeos de sus acciones poéticas callejeras.

Antonio Gómez nació en Cuenca en 1951. Tras su paso por el Aaiún, donde trabajó en la explotación de las minas de fosfatos, abandonando el Sahara Español de una manera un tanto traumática, desde 1977 reside en Mérida. Aunque también autor de poesía discursiva, es predominantemente un artista experimental, creador de una nutrida poesía visual. Su obra ha sido presentada en más de veinte países, estando presente en ferias como Arco, Arte Hotel, Foro Sur, etc. Son incontables los talleres que ha organizado, las ponencias que ha dictado; muy numerosas sus publicaciones. Como informa atinadamente Eva Guzmán, «lo original de la obra de Antonio Gómez trata de la inter-acción con las distintas parcelas artísticas, del diálogo surgido, entre otros, de los híbridos del poema visual, poema-objeto, poema-canon, poema-montaje».

Antonio Gómez posee un pulso magnífico (y me refiero, no figuradamente, al pulso físico; como en tan gran medida lo posee otro artista experimental castellano-manchego de importancia, Teo Serna). Gómez no extrae los elementos, para configurar su arte visual, del abrevadero informático. Él actúa como un pintor, como un escultor, como un incesante artesano, utilizando la materia, realzándola. Los lápices que vemos tienen su origen en verdaderos lápices afilados por él; los panes crujen; las hojas tienen nervios y el imperdible pincha de verdad; el ladrillo que imita un transistor es un ladrillo ¡en serio!; en la calavera se puede hacer sonar «¡toc, toc!».

El arte, en el poema visual, manifiesta una condición sinóptica. El vocablo «sinóptico» procede de un término griego que significa «ver conjuntamente». Bajo este encuadre definitorio, el poema visual no precisa, para hacerse realidad completa, de la (como sucede en otras disciplinas, la literatura o la música) necesaria sucesión del tiempo para hacerse inteligible. En el poema visual se conjugan lo espacial y el temporal chispazo del pensamiento, produciendo un rotundo mensaje sin palabras. Sin las palabras, entendidas como segmentos fónicos, pero con los precisos significados que originan los sonidos del lenguaje. Constituyen así atrayentes signos lingüisticos, donde el significante abre un abanico de posibilidades regidas por un cromatismo geométrico, una pintura casi siempre deformadora, y sustentada en un concepto que exige una bien definida y rauda comunicación, cargada de ironía y cabalmente rotulada en el título de los poemas.