Rosario Porto: depresión, culpa y suicidio

La abogada condenada por asesinar a su hija Asunta arrastraba la enfermedad desde su adolescencia. Nunca confesó el crimen

Rosario Porto, madre de Asunta Basterra EFE | Vídeo: ATLAS

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« Me siento agotada, duermo fatal (…) tengo ideas suicidas en el último año, me tomé pastillas y acabé en el hospital. Solo buscaba el cariño de mi gente. Mis padres son para darles de comer aparte. Estoy muy irritable con mi hija, me molesta. Un día me arreglo y otro no».

El día que la abogada Rosario Porto pisó la cárcel en septiembre de 2013, acusada del asesinato de su hija Asunta , de 12 años, ya arrastraba un largo historial de visita a psiquiatras con una peculiaridad: su inconstancia. O abandonaba los tratamientos o daba la espalda al médico y elegía a otro. Cuatro años antes del crimen de su hija estuvo ingresada dos días en un sanatorio mental por ideación suicida. Pidió el alta tras admitir que no podía con el peso del mundo. Los antidepresivos y los ansiolíticos formaban parte de su neceser tanto como las cremas y el maquillaje caro.

« Ya no soy madre ». Esas fueron las últimas palabras que la abogada Rosario Porto susurró en libertad a su amiga Teresa a las puertas del tanatorio de Santiago donde acababan de incinerar a la pequeña Asunta. Eran las 12.20 del 24 de septiembre de 2013 cuando una pareja de guardias civiles la detuvo por su implicación en la desaparición, muerte y abandono del cadáver de su hija Asunta.

El cuerpo sin vida de la niña apareció la madrugada del 22 tirado en una cuneta, unas horas después de que Charo y su exmarido , el periodista Alfonso Basterra, denunciaran su desaparición. La habían asfixiado. Antes la habían drogado con benzodiacepinas durante tres meses. Ambos fueron condenados a 18 años de cárcel por asesinato con alevosía, una pena que confirmaron tres tribunales. Charo incluso recurrió al Tribunal Constitucional , que no admitió su recurso.

Siete años después, la abogada (50 años) se ha colgado en una celda de la cárcel de mujeres de Brieva, tras varios intentos o pseudointentos anteriores. Sin hija, sin padres, sin marido, sin hermanos, sin nadie. Sola y en medio de los ramalazos intermitentes de la depresión que padecía desde su juventud. Tal vez, también de la culpa, aunque nunca ha admitido haber matado a Asunta y cada año seguía publicando una esquela en la prensa gallega el día del aniversario del crimen.

Hija única de una pareja modélica y exitosa de Santiago , un abogado y una profesora de Historia del Arte, siempre se sintió desantendida pese a los caprichos que le procuraban sus padres. Estudió Derecho, pero apenas ejerció. Su vida era ideal en apariencia. Una casa preciosa, dinero de sobra, un marido, una hija china adoptada de altas capacidades. «Soy culta, hablo dos idiomas, viví en Francia, no me gustan los programas de corazón» . Así se definía, cuatro años antes de que todo saltara en pedazos.

El último año de la vida de Asunta, Charo puso fin a su matrimonio con el periodista Basterra , que la espiaba e inundaba su correo de notas que rayaban en el acoso. Él incluso había destrozado a golpes una puerta de la casa. Basterra se ocupaba de cualquier asunto práctico de la familia, incapacitada como estaba ella para asumir responsabilidades más allá de sus capricho s y su imparable vida social. Ambos idearon matar a la pequeña, una niña extraordinaria que despuntaba en todo lo que hacía y a la que habían adoptado en China doce años antes. Le habían preparado un nido perfecto y una vida envidiable, con la que acabaron de forma cruel y en apariencia sin remordimiento. El móvil sigue siendo un enigma, más allá de que la criatura sufrió un abandono «palmario» los últimos meses y se había convertido en un estorbo.

Protocolo antisuicidio

En la prisión, los altibajos emocionales de la abogada asesina han sido una constante. Seis veces le han aplicado el protocolo antisuicidios . Cuando estaba bien, coqueta hasta el límite, se arreglaba el pelo y las uñas, se maquillaba... En los días malos, era habitual verla como un alma en pena, despeinada y sin duchar.

La que había sido cónsul honoraria de Francia , que viajaba a Oporto, Madrid, París o Viena para ir de compras o a la ópera o a una feria de arte, se había convertido en una sombra de esa mujer. Su conversación y su cultura las utilizaba para atraer a sus compañeras presas a las que ayudaba a hacer gestiones carcelarias. A veces: otras desaparecía. «Ella aspiraba a mucho más», concluyeron algunos de los psiquiatras y psicólogos que la trataron. Quiso opositar a la carrera diplomática, se planteó estudiar Historia del Arte, opositar a la Unión Europea, pero acabó devorada por sí misma en una celda. «Tanto me merecía la pena el morir como el seguir viviendo», contó cuando tenía 18 años.

Pese a todo su estado mental el día que asfixió a su hija en el gran chalé de Teo, heredado de sus padres, «no afectaba a su capacidad de comprensión, juicio, conducta social y autocontrol ». Nada, sentenciaron los especialistas, ni sus rasgos obsesivos-compulsivos ni la depresión, alteraron su capacidad para diferenciar entre el bien y el mal.

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