Luis Ventoso

El que resiste...

Lo ha visto todo y a los 90 es patrimonio de la Humanidad

Luis Ventoso
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En 1979 el cantante ha tocado fondo. Quedan muy lejos las horas de fama de los cincuenta, cuando arrancó con fuerza su carrera -con un pequeño espaldarazo de los Capone, según la maledicencia- y pasaba por ser el epígono liviano de Sinatra. Entonces irrumpió el rock, el cimbreo de Elvis. Y después el desembarco chillón de los Beatles. Nadie recuerda ya al viejo cantante, de 53 años.

No tiene discográfica, ni representante, ni más público que aquel que lo escucha al descuido en los casinos de Las Vegas, como este del hotel Sahara. Lo que sí tiene es la nariz siempre empolvada en cocaína, un pleito de divorcio con su segunda mujer y unas deudas colosales, porque aunque las giras y los discos han volado, el despilfarro sigue al ritmo de éxito.

El cantante está desesperado, deprimido y paranoico. Pero todo lo malo es siempre susceptible de empeorar. Empieza a tontear con una guapita que revolotea por el hotel: Sandra, novia de un gánster. El tipo es un animal de corta estatura llamado Anthony Spilotro, de sangre italiana, como él. Las zalamerías llegan a oídos del matón. En un pasillo se cruza con el cantante y le sacude en la cabeza con lo primero que encuentra, el voluminoso listín telefónico de Las Vegas. El artista cae grogui. En realidad ha tenido mucha suerte. En sus 48 años de vida, Spilotro envió a treinta tíos a evacuar consultas con San Pedro. Es el gánster que inspiró el psicópata de Joe Pesci en el «Casino» de Martin Scorsese. Al final recogió lo que sembró: lo molieron junto a su hermano con un bate de béisbol y luego los enterraron vivos. Antes pidió que lo dejasen rezar. Solo le dieron tiempo para una jaculatoria temblorosa.

El cantante se llamaba -se llama- Anthony Benedetto, nacido en el Queens neoyorquino en 1926, hijo de un tendero y una modista calabreses. Trabajó en mil oficios, entre ellos, el de camarero que entretenía las esperas con sus tonadas. Combatió en la ofensiva final contra Hitler y no recomienda la guerra: «Aquello fue una entrada de primera fila al infierno». De vuelta, el cómico Bob Hope le dio su primera oportunidad en su troupe de variedades. Pero con una orden: nada de Benedetto, desde ahora, Tony Bennett. Corría la era feliz previa al multiculturalismo-multidiverso. Todavía se buscaba un patrón patriótico.

Tras recibir de una tacada todos los teléfonos de Las Vegas, su annus horribilis de 1979 acabó con una sobredosis casi mortal. Hospitalizado, llama en su auxilio a sus dos hijos mayores. Los muchachos han montado un grupo pop, pero carecen de talento. A cambio, uno de ellos parece tener ojo para el business. Se convierte en su mánager y diseña la espectacular operación retorno de Tony Bennett.

El final es feliz. En 1998, las hordas del rock del barrizal de Glastonbury aclaman, como si fuese una extraña deidad, a un hombre de 72 años. Con voz de seda y esmoquin, les desgrana el cancionero perfecto de los años veinte y treinta: Gershwin, Johnny Mercer, Cole Porter… Esta semana a Benedetto le han caído los 90. El Empire State se iluminó en su honor. Lo observó con Lady Gaga del ganchete. Cantó -y bien- y lució su sonrisa de marca. Patrimonio de la Humanidad. El que resiste gana.

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