Luis Herrero

Olor a podrido

«Estos días, cuando Rajoy insiste en que el PP es el partido que ha hecho más cosas concretas para acabar con la corrupción, debería repasar su propia conducta»

Luis Herrero
Madrid Actualizado: Guardar
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La primera miguita de pan que marca el camino pestilente que ha seguido la Operación Lezo la colocó un denunciante anónimo hace la friolera de diez años: alguien le había hecho llegar a Ignacio González una comisión de un millón y medio de euros, a través de un banco suizo, por haber influido en la adjudicación de una obra pública. Alvaro Lapuerta, por entonces lúcido tesorero de Génova, se puso a investigar. Y al poco tiempo, tócate las narices, llegó a la conclusión de que lo que contaba la denuncia era la pura verdad.

Elaboró un dossier y se lo pasó a sus jefes. Lo más asombroso de todo es que, según Lapuerta, el hombre que le confirmó el pago de la ominosa comisión fue el mismísimo presidente de la entidad pagadora.

Es decir, Juan Miguel Villar Mir, presidente de OHL. «¿Lo puedes probar?», le preguntaron. La reacción no podía ser más cínica. Lo que le estaban diciendo a Lapuerta es que si no existía demasiado riesgo de que el pufo aflorara a la superficie, lo mejor era dejarlo estar. ¿Para qué montar un lío que iba a perjudicar al partido si no había más prueba de cargo que el testimonio de un buen amigo que no pensaba abrir la boca?

Sólo por este episodio ya se le tendría que caer la cara de vergüenza, siendo benévolos, a media docena de sinvergüenzas. A unos, por cobrar. A otros, por pagar. A Lapuerta, por enterrar el dossier. Y a los mandases del PP, nacionales y regionales, por permitir que alguien tan marcadamente sospechoso de ser un chorizo siguiera en activo en la vida pública. Estos días, cuando Rajoy insiste en que el PP es el partido que ha hecho más cosas concretas para acabar con la corrupción, debería repasar su propia conducta. En los ocho años siguientes a la denuncia, González fue consejero del Gobierno de Madrid, secretario regional del partido, vicepresidente autonómico y presidente de la Comunidad. No está mal para alguien con sus antecedentes.

El olor a podrido siguió creciendo. Siete años después, el alcalde de Leganés fue a ver al secretario de organización del PP, a la sazón Juan Carlos Vera, y le aportó nuevos datos sobre las viejas sospechas. A Vera el asunto le quemaba en las manos y le dijo al edil que se lo contara a Carlos Floriano, por entonces vicesecretario general del partido. Floriano le escuchó, puso gesto de «madre de Dios, qué lío», le agradeció la información y, acto seguido, como es natural, subió al despacho de Rajoy para pedir instrucciones.

Rajoy evaluó la situación. En siete años las cosas habían empeorado notablemente. Del dossier con la confesión privada de Villar Mir que le enseñó Lapuerta en 2007 se había pasado a la denuncia del alcalde de Leganés de 2014. El índice de toxicidad potencial de la historia había subido varios enteros. ¿Y qué hizo entonces? ¿Cortar por lo sano, tal vez? ¿Exigirle a Floriano lo que no le exigió a Lapuerta? ¿Tratar de llegar al fondo del asunto? Por supuesto que no. Ese dudoso honor le ha cabido al juez Eloy Velasco.

El auto judicial que hemos conocido estos días nos dice, entre otras muchas cosas, que la denuncia anónima que llegó a manos de Álvaro Lapuerta diez años atrás estaba básicamente en lo cierto: OHL, a través de una filial en México, había pagado un millón cuatrocientos mil euros a un testaferro de González en el Anglo Irish Bank de Ginebra por la adjudicación de la línea de transporte ferroviario entre Móstoles y Navalcarnero. El yerno de Villar Mir, consejero delegado de OHL, está detenido.

Me temo que esta historia no es sólo la lamentable crónica de la investigación judicial menos discreta del mundo, en la que magistradas amigas avisan de que hay teléfonos pinchados, fiscales amigos tratan de descafeinar los registros de la guardia civil y políticos amigos anuncian las detenciones con dos meses de antelación. Es, sobre todo, la historia de un partido que confunde la complicidad y el encubrimiento con la virtud y la ejemplaridad. Pincho de tortilla y caña a que, a pesar de todo, nos siguen pidiendo que aplaudamos su magnífico ejemplo.

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