Albert Rivera

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Albert Rivera ha encarnado todas las esperanzas y todas las ha defraudado

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Albert Rivera
Salvador Sostres

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Albert Rivera ha encarnado todas las esperanzas y todas las ha defraudado. «Mucho orgullo para tan poca dignidad» es un buen resumen para su lápida.

Nació desnudo y valiente en Cataluña, de rebote, porque Ciudadanos, aunque parezca mentira, eligió a su líder por orden alfabético. Antes había trabajado en La Caixa, en un empleo menor, había militado en la UGT y había sido simpatizante del Partido Popular.

Su discurso rompedor le dio pronto sus frutos en una Cataluña acostumbrada a escuchar siempre lo mismo: tres escaños en 2006. Contra la deriva nacionalista del PSC cuando alcanzó el poder con el Tripartito, contra el nacionalismo en general y muy particularmente contra la inmersión língüística, Rivera creó no sólo un espacio político sino un espacio moral. Pero en su línea personalista, egocéntrica, narcisista, la que prematuramente ha acabado con su carrera política, rompió también su partido, y de los tres diputados echó a dos -José Domingo y Antonio Robles-; pero contra pronóstico logró salvar los muebles electorales y mantuvo los 3 escaños, que se convertirían en 9 en 2012, en 25 en 2015 y en nada menos que 36 en 2017 -los comicios del 155-, siendo la primera vez desde la recuperación de la democracia que un partido distinto a Convergència ganaba las elecciones al Parlament.

Albert abandonó a los catalanes en 2014, dejando a Arrimadas en su lugar para ir a conquistar España. Su balance catalán fue claro: todo lo prometió y no concretó nada. Como siempre en la trayectoria de Rivera, su espejo pudo más que el rostro del conjunto de los ciudadanos en los un estadista sabe que tiene que mirarse.

Si Albert en Cataluña se había ofrecido como alternativa no sólo política sino sobre todo ética al nacionalismo, en el conjunto de España se ofreció como partido bisagra para que PP y PSOE no se vieran a pactar con los partidos nacionalistas. Pronto su mismo narcisismo de siempre le llevó a creer que podía ser presidente, se olvidó de su razón de ser, y tras una conducta errática, y turbia, en que se ofreció a Pedro Sánchez para impedir que Rajoy gobernara, creó luego el caldo de cultivo para que prosperara la primera moción de censura de la democracia.

No hizo nada de lo que prometió y estropeó todo lo que se ofreció a arreglar. En Cataluña y en Madrid. Ni supo aprovechar inteligentemente ser la primera fuerza en el Parlament -todavía lo es-, ni supo aprovechar sus 57 notorios diputados para formar gobierno con los socialistas; y así los españoles le mandaron el domingo a su casa. Ni fue el centro ni fue bisagra: fue un gran espejo con fantasma al fondo que se lo ha tragado.

Hoy ha anunciado que deja la política pero en realidad la política le ha dejado a él, como lo que ya no sirve, en el cuarto de los trastos. «Yo quiero ser feliz», ha dicho, en un impresentable ataque final de cursilería, como aquel anuncio de Centella, en que una mujer cantaba -cuando las mujeres aún cantaban- que limpiaba tan bien y tan rápido que le dejaba tiempo para disfrutar.

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