Barras bravas, la perversión del hincha hecha negocio

Las bandas criminales que parasitan el fútbol argentino se lucran de él al tiempo que lo pisotean

Los barras bravas de «La Doce», durante el Boca-River de la ida de la final de la Libertadores REUTERS| Vídeo: La policía actúa para aplacar a hichas de River, el pasado sábado en Buenos Aires

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En el precio vienen descontados los porros, el vino de cartón y el whisky barato que recorre cada una de las gargantas que colorean las gradas. Vista de lejos, la fotografía desprende un aroma añejo, próximo a lo que, parece ser, el fútbol fue. Pero cuando se presta la atención que el asunto requiere, todo deviene en un hedor pestilente, pútrido. Por un precio que oscila entre los 150 y los 5.000 dólares, el burgués que así lo quiera puede vivir un día de partido con «La Doce», la barra brava más importante y peligrosa de Boca Juniors.

Es la última de las revisiones que el sinsentido ha hecho en el folclore que enturbia el fútbol suramericano y, especialmente, argentino. Brasil ha exportado el modelo en lo que han llamado «torcidas organizadas», y las barras encuentran réplicas en Uruguay, Chile o Colombia. El calor de la identificación con la manada, la tensión del «nosotros» contra el ellos estirada hasta el paroxismo o la adrenalina como vía de escape para una vida anodina, en la mayor parte de los casos colindante con la pobreza -uno de cada tres argentinos pasa dificultades para comer en condiciones todos los días-, son motivos que dotan de sentido a estas agrupaciones radicales.

El problema siempre ha estado ahí, llamando a la puerta tras cada muerte en nombre de un escudo. El destrozo del autobús de Boca ha terminado con la final en el Bernabéu, cuyos asientos se preparan para recibir a «Los Borrachos del Tablón», la gran barra detrás de River, y «La Doce». Tras el anuncio, la federación sudamericana se apresuró a zanjar que no habrá problemas con los violentos, controlados por las autoridades, con la salida de Argentina y la entrada a los estadios prohibidas.

Dudar de la palabra de la Conmebol parece razonable cuando se observa cómo el dispositivo de seguridad que protegía al autobús de Boca se evaporó en el momento del ataque. En la previa del partido, la Policía había registrado la casa de Héctor Godoy, líder de «Los Borrachos del Tablón». Encontró 300 entradas, su carnet de socio -River asegura que Godoy tiene la entrada al Monumental vetada- y siete millones de pesos (unos 165.000 euros), en lo que pudo ser el detonante del ataque. Tampoco ayudan sucesos como la detención de dos policías en 2013, acusados de aceptar sobornos de dos facciones ultras de Boca que se liaron a tiros en plena calle antes de un partido.

Venta de entradas

Conforme pasaban los años, las barras entendieron los mecanismos por los que se rige el poder y, aferrándose a ellos como a una suerte de tablas de salvación para su miseria moral, propiciaron la metástasis de su mal hacia la política. La relación termina sirviendo en una bandeja repleta de óxido un interés que se convierte en mutuo una vez que los poderosos advierten el beneficio que supone tener de su lado una fuerza de coacción con semejante musculatura. Se entiende así que terminen siendo estos grupos los que se responsabilicen de la venta de buena parte de las entradas, de los productos oficiales del equipo, los tours por el estadio, el aparcamiento o los restaurantes y bares cercanos. La connivencia entre clubes y barras es tal que pueden ser los propios radicales los que queden al cargo de la seguridad en determinadas zonas del estadio. También sobrepasa los límites del fútbol: en 2017, tres policías fueron detenidos por colaborar con «La Doce» en el cobro de tributos a los comerciantes del complejo ferial de La Salada.

Del mismo modo, son un soporte básico para presidentes, entrenadores y jugadores, siendo habitual la imposición de un impuesto revolucionario. Carlos Bilardo, uno de los técnicos de Boca que nunca pasó por el aro, apenas encontró en los títulos un apeadero para la tensión constante a la que lo sometía «La Doce». Y si vienen mal dadas, nada como una propina para escuchar su nombre en cánticos o leerlo en pancartas. Javier Cantero, expresidente de Independiente y uno de los pocos altos cargos del fútbol argentino que se propuso plantar cara a las barras, «la mugre del club», renunció tras recibir sillazos en una asamblea, amenazas en su despacho y a su familia o encontrar perros muertos en los campos de entrenamiento.

Los cabecillas, como en cualquier otra organización criminal, son piezas nucleares de las barras. Y en ocasiones, el culto se aturde y equivoca su camino. Sucedió cuando Rafael Di Zeo, el gran líder histórico de «La Doce», recibió en la cárcel la visita de Martín Palermo, uno de los jugadores más mitificados de siempre por La Bombonera. Godoy, apodado «el Caverna» por su escasa delicadeza en la toma de decisiones y que llegó a ser empleado de River, lleva desde 2002 en el grupo dominante. En 2007 asesinaron a Gonzalo Acro, entonces líder. La condena cayó sobre otros y Godoy, aliado con Martín Araujo y después con Cristian Szyrko, está al frente.

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