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500 Millas IndianápolisEl cenizo persigue a Alonso

Después de ser protagonista y de luchar hasta el final por la victoria, el motor Honda se rompe cuando faltaban 21 vueltas

INDIANÁPOLIS Actualizado: Guardar
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Un cenizo invisible persigue a Fernando Alonso. Como si los astros se hubiesen conjurado en su contra, de su devoción por los samuráis ha heredado un motor japonés que lo maltrata. El propulsor Honda se rompió a 21 vueltas para el final cuando peleaba por ganar las 500 Millas de Indianápolis. Fue una experiencia única y salvaje, entretenida y magnífica, pero sin resultado. El reto agitó la noche en España, pero el final fue el de siempre en los últimos años. Un abandono. El catalán Oriol Serviá también se retiró cuando optaba a todo. El nipón Takuma Sato ganó la prueba.

Siempre hay más alicientes en el enigma de lo desconocido que en la repetición del placer conocido.

El público español descubrió ayer un nuevo deporte. Coches a escape en una bandeja gigante que procuraron incertidumbre y agitación, turbación y desasosiego. Intensa mezcla de sentimientos frente a una carrera de automóviles que poco o nada combina con la Fórmula 1. Una hilera de coches siempre juntos, al límite del precipicio, alternancia en el gobierno, riesgo cierto y la impresión de que todo era posible en Indianápolis.

A ese enjambre lúdico se incorporó Fernando Alonso con la soltura que le otorgan sus años de pilotaje, su conocimiento de la materia, su osadía de novato con 35 años. Un día, hace más de una década, adhirió la Fórmula 1 a las sobremesas de España. Ayer nos presentó otro deporte.

Diversión y peligro en una sola nota. La prueba provoca estrés, ya que siempre queda latente la circuntancia en la que es posible que suceda algún mal. El estadounidense Scott Dixon volvió a nacer pasadas las siete de la tarde. Fue pavoroso el accidente del que salió volando. J ay Howard, que venía con una vuelta perdida, chocó contra el muro y en la carambola se llevó por delante a Dixon, cuyo coche se elevó varios metros, impactó contra el muro en una bola de fuego, reventó la valla de protección y al caer se partió por la mitad. Milagrosamente, el piloto norteamericano salió del medio coche por su propio pie y luego sonreía en la televisión. «Las 500 Millas son esto. Estaré encantado de volver el año que viene».

Alonso actuó en el circuito con forma de rectángulo con cautela sabia. Antes de la carrera era el más tranquilo del séquito español en Indiana. En carrera se movió con la sagacidad del depredador. Esquivó los obstáculos sin entrar en peleas cuerpo a cuerpo, estudió cada adelantamiento en la vuelta anterior y lo ejecutó con maestría, conservó la calma en la fatiga de los parones, las banderas amarillas, el coche de seguridad siempre presente, los pasos por el garaje para repostar, los reagrupamientos...

Tal vez se divirtiese tanto como los espectadores en cada lanzamiento de la carrera. Una salida cada media hora por las interrupciones y los cambios de posición. Esa hilera de coches vista desde la línea de meta, sujetos unos a otros como las tuercas de un submarino, suponía el mejor ejemplo de la igualdad mecánica y el pronóstico incierto.

En vez de Hamilton o Vettel, Alonso se midió a Alexander Rossi, Tony Kanaan, Helio Castroneves o Takuma sato, celebridades en los óvalos, ignorados en Europa. A ellos y al incesante tráfico que amenizaba la pista y desempolvaba imágenes desconocidas: tres coches en paralelo en la recta, cinco o seis bólidos con posbilidades de ganar.

Uno de ellos era Alonso, que salió retrasado en el último lanzamiento y agilizó la remontada hasta la vuelta 179. Entonces sucedió lo imprevisto ayer, lo habitual en este tramo de su vida. El motor Honda se paró, el coche no siguió, el sueño se desvaneció.

El japonés Sato, en un final electrizante, ganó la carrera con la que se ilusionó Fernando Alonso.

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