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Mundial de ruta

Peter Sagan, el ciclista inimitable

Después de otro año excelso, el crack eslovaco repitió como campeón del mundo

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Ningún otro ciclista del momento provoca la fascinación de Peter Sagan. El crack eslovaco de 26 años convierte cada sesión en bicicleta en una escalera para la diversión, alejado siempre del estrés y las obligaciones que comporta el deporte profesional. Sagan inauguró 2016 con un triunfo deslumbrante, el Tour de Flandes y sus muros, sus adoquines y su frío. Su primer monumento. Continuó con un Tour sensacional: tres etapas, el quinto maillot verde en cinco participaciones, autor de abanicos, escapadas, victorias al sprint... Concursó en los Juegos Olímpicos en la modalidad de mountain bike. Puso su firma al estreno del primer Campeonato de Europa. Y cierra un curso excelso con el segundo mundial consecutivo, una secuencia que solo cinco ciclistas habían conquistado antes en más de ochenta años de historia.

Sagan, el corredor inimitable, dio realce al Mundial de Qatar, vacío de público y hermoso en la táctica.

Sagan fue el último que ingresó en el corte letal que dividió el campeonato del mundo y separó la paja del grano. Los belgas cambiaron el pulso de una cita de apariencia anodina por la ausencia de subidas. El viento cambió de signo en el desierto, al norte de Qatar, y la selección de Boonen y Van Avermaet provocó un abanico que partió al pelotón en mil pedazos. A 170 kilómetros de la meta, se quedaron atrás los velocistas alemanes (Greipel, Degenkolb, Kittel), el francés Bouhanni y más de 160 corredores. Un Mundial decidido en la salida, ya que los 26 de cabeza asumieron casi dos minutos en breve espacio y anularon la iniciativa de sus perseguidores.

El viento del desierto

Un campeonato que se anunciaba con malas trazas se transformó en una trituradora selectiva. Cuatro horas después, ese grupo de tuaregs se presentó en la solitaria meta de Doha para un sprint que invocaba a Cavendish y que mostró una vez más el talento de Sagan. «Había mucho viento de cara y no convenía lanzarlo de lejos». El eslovaco buscó recovecos, la espalda de Nizzolo y un hueco a su derecha junto a las vallas para sellar su segundo Mundial. El año pasado perpetró una obra de arte en Richmond, aquel latigazo en la colina adoquinada y dos kilómetros de asfalto quemado a lomos de su dominio de la bicicleta por las amplias avenidas americanas.

Ayer igualó a los belgas George Ronsse, Rik van Steenbergen y Rik van Looy, y a los italianos Gianni Bugno y Paolo Bettini, exclusivos en su especie al ganar dos Mundiales seguidos. El maillot arco iris no puede descansar en mejor espalda que la de Sagan, ingenio puro que no necesita trenes ni vagones que lo empujen a las victorias. Él las fabrica solo.

Irrepetible por original, se trasegó una cerveza en la meta de Doha porque, según explicó, «hace mucho calor aquí». Esa espontaneidad le ha convertido en un icono del ciclismo moderno, tal vez el corredor más querido y seguido por el público. Felicita las Navidades montando una coreografía de «Grease» con su esposa. Hace el caballito cuando tiene tiempo para celebrar en la meta. Luce una melena al estilo Conan el Bárbaro en un deporte de rasurados y poco pelo. O usa la caravana de un aficionado en plena carrera cuando la necesidad fisiológica no aguanta. Una agudeza vital que traslada a la carretera, donde se exhibe, como ayer, a la altura de los genios.

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