Caso Blanca Fernández Ochoa

Gloria y tragedia de una saga de campeones

Francisco y Blanca Fernández Ochoa pusieron a España en el mapa de los deportes de invierno. Carismáticos y queridos, la vida acabó golpeándolos con dureza

Blanca junto a su hermano Francisco en una foto de 1995 EFE

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A Blanca Nieves –que ese era su nombre completo– y sus hermanos les gustaba ir a tomar el aperitivo al bar Malevos , en el Paseo del Pintor Rosales, en Madrid, muy cerca de su tienda de artículos de esquí. Por allí aparecían Luis, Lola, Juanma… y sobre todo Blanca, que siempre pedía cerveza y tapa y solía pegar la hebra con los camareros, aunque casi nunca hablaba del deporte que le reportó fama, y menos de la medalla conseguida en los Juegos de Albertville. Lo convirtió casi en un asunto tabú. Educada, se prestaba a hacerse fotos con los parroquianos que la reconocían, podía intervenir en discusiones futbolísticas de barra defendiendo a su Real Madrid o recordar sus andanzas en diversos reality shows, pero de charlas sobre batallitas pasadas, nada. Alternaba alegrías y melancolías. «Tenía una pedrada gorda», recuerda uno de los camareros para resumir sus cambios de humor. Sin embargo, un día, armada con su sempiterna y seductora sonrisa, le echó fichas mientras él le servía una caña.

–¿Sabes esquiar?

–No. Ni idea.

–Pues yo te enseño. Vamos a la sierra, te dejo el equipo.

–La verdad es que me aterra el frío. Nunca voy a la nieve. Si quieres subimos a la sierra, pero para dar una vuelta y comer…

–¡Vaya! ¡No me creo que haya alguien que rechace la invitación de una medallista olímpica para aprender a esquiar!

Por generación espontánea

«Golden Boy» y «Heroína de Albertville». Así llamaban sus hermanos a Paco y Blanca Fernández Ochoa, los esquiadores que pusieron a España en el mapa de los deportes de invierno, (improbables) campeones por generación espontánea como lo fueron también en sus respectivas disciplinas Manolo Santana, Severiano Ballesteros, Ángel Nieto y otras figuras nacionales de la era pre-Barcelona 92, antes de que España empezara a tomarse más o menos en serio la inversión en talento deportivo. La gloria y la tragedia de ambos parecen grapadas de forma dramática: a Paco se lo llevó un cáncer linfático demasiado pronto; sin el éxito de su hermano mayor tal vez ella habría seguido tomándose el esquí como un juego, sin obsesiones, sin necesidad de ir interna a un colegio de Viella a una edad temprana, de sostener la bandera del prestigio de la saga familiar, de replicar podios y titulares en los informativos. Blanca nunca olvidó –y así lo dejó claro en sus entrevistas de los últimos años, agobiada por problemas personales y económicos (el cierre de esa tienda de material de esquí, por ejemplo, porque la imagen de marca no fue suficiente para resistir la crisis)– la cara B de sus triunfos, aquella que no ven los aficionados y que tiene que ver con durísimos sacrificios. Un poso de amargura que nunca acabó de diluirse. Ella decía con tono de despecho que lo que realmente le gustaba era el golf . Su muerte a los pies de La Peñota , uno de los balcones berroqueños del valle de la Fuenfría, a los 56 años (misma edad que alcanzó su hermano), cierra de forma insidiosa el círculo.

Gente de la nieve

Nacidos en Madrid con trece años de diferencia (1950 y 1963), hijos del baby boom, Paco y Blanca estaban predestinados (en realidad, lo estaban los ocho hermanos; otros cuatro de ellos han sido también olímpicos) a convertirse en «gente de la nieve», ya que la familia vivía en el Puerto de Navacerrada, donde el padre, Francisco, era el gerente de la Escuela Española de Esquí, y la madre, Dolores (vive, a sus 93 años, con su hijo Juan Manuel en Los Molinos), la cocinera.

Eran unos tiempos en que la Sierra de Guadarrama parecía mucho más lejos de Madrid porque costaba llegar con los míticos Seat 600 y 850 –o en el histórico tren que aún trepa entre laderas y pinares desde Cercedilla, con apeaderos como Camorritos, hoy clausurado, que tenía carácter facultativo: el convoy se detenía a petición del interesado–, los aparcamientos no se llenaban los fines de semana, había domingueros –pero no hordas– y por las trochas transitaban tipos como Fernando González Bernáldez , pionero de la ecología en España; el geógrafo Eduardo Martínez de Pisón, que tanto hizo por que este paraje fuera declarado parque nacional, o el alpinista Carlos Soria , mucho antes de convertirse en el increíble abuelo de las nieves y coleccionar ochomiles. Un puerto, el de Navacerrada, lleno de vida en los años 50 y 60, con sus albergues, ventas, clubes de montaña, tiendas de alquiler de esquíes... y algo decadente en esta época de invasión turística. Paradojas. Un lugar ideal para las correrías infantiles de los Fernández Ochoa, su particular Shangri-La «para hacer el salvaje» (sic).

Con el futuro Rey: En una audiencia en el Palacio de la Zarzuela tras su triunfo en Sapporo, Paco Fernández Ochoa saluda al entonces infante Don Felipe

Desde el principio, «Golden Boy» demostró en aquel ambiente serrano que podía llegar muy lejos en el esquí alpino. El año en que nació Blanca disputó su primera competición internacional en Andorra, logrando el cuarto puesto y ganando en categoría juvenil. Dejó los estudios para centrarse en el deporte y, tras recuperarse de una grave caída en Cervinia (Italia), se proclamó en 1966 campeón de España de eslalon, gigante y combinada. El chico volaba zigzagueando en las pistas. Dos años después, tuvo su debut olímpico en Grenoble , donde logró resultados discretos pero adquirió la experiencia necesaria para lo que vendría después. En una carrera de picos y valles tuvo que superar otro percance en 1970 , en el gigante de Megeve, en los Alpes franceses, donde dio el gran susto al perder el conocimiento durante varios minutos tras una aparatosa caída.

Tañeron las campañas

El 13 de febrero de 1972 ganó el oro en el eslalon especial de los Juegos Olímpicos de Invierno de Sapporo (Japón) . Al otro lado del mundo, en Cercedilla, su pueblo de adopción, tañeron las campanas de la iglesia, y a una niña que todavía no había cumplido los nueve años le dijeron de madrugada que su hermano había hecho historia. Los viejos del lugar todavía lo recuerdan. Un campeón de esquí nacido en un país sin tradición en la materia, sin apenas instalaciones ni medios para sembrar futuro, y que, al margen del fútbol, soñaba (como mucho) con que Luis Ocaña doblara el pulso alguna vez a Eddy Merckx en el Tour de Francia.

Sapporo fue la cima de Paco Fernández Ochoa, que en 1974 atrapó el bronce en el eslalon del Campeonato del Mundo de Saint Moritz y consiguió en Zakopane (Polonia) su única victoria de la Copa del Mundo. En las pruebas nacionales no tenía rival. A principios de la década de 1980 alternó la competición con cursillos en Francia y Suiza, representó a una marca deportiva y abrió tiendas del ramo en Madrid. Siempre vinculado a su pasión por la nieve, tanto en el área institucional-organizativa (apoyando, por ejemplo, la candidatura de Sierra Nevada para el Campeonato Mundial de Esquí Alpino que se celebró en 1996) como divulgativa (ejerciendo como experto en televisión), una de las grandes misiones en su vida, tras su retirada, fue apoyar a Blanca, procurar que el testigo no le supusiera una carga insoportable. Del tremendo sofocón por el tropiezo de su hermana en Calgary 1988, cuando rozaba el oro, Paco (que estaba allí comentando la jugada) y el resto de la familia pasaron a la alegría y el alivio en Albertville 1992, con la medalla de bronce. Veinte años entre Sapporo y Albertville. Pero, después, otras vidas que vivir.

Blanca porta la antorcha olímpica en 1992

«Cómo explicar que me vuelvo vulgar al bajarme de cada escenario», dice la letra de la canción «Ojos de gata», de Los Secretos. Vulgar tomado aquí como corriente, como son las historias del común de los mortales, historias en cualquier caso nada fáciles de gestionar. Blanca bajó del escenario, el bronce olímpico y los cuatro triunfos en la Copa del Mundo quedaron para las hemerotecas y, alejada de los focos (salvo por aquellas experiencias alimenticias de telerrealidad), empezó una existencia «civil», se casó dos veces, tuvo dos hijos, sufrió naufragios sentimentales y empresariales, se cayó y se volvió a levantar, y, sobre todo, fue golpeada por la desaparición de Paco en 2006. Se apagó una de las luces que siempre veía al final de cada túnel que atravesaba. No es casual que, según un testigo, visitara la estatua de su hermano en Cercedilla, brazos en alto hacia el cielo de la sierra, y le lanzara un beso antes de comenzar la ascensión a La Peñota.

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