Crítica de música

Contra la ‘melancolía’ de los tiempos

Tras un descuidado concierto para piano de Brahms, Pablo González brilló junto a la Sinfónica en la 'Octava' de Dvořák

Leonel Morales, al piano, durante el concierto, que dirigió Pablo González Guillermo Mendo

Carlos Tarín

El mismo día del concierto que comentamos conocimos que se limitaba la asistencia a cualquier espectáculo que sobrepasara un aforo máximo de 200 personas, entre el 25 hasta el 9 de abril, lo que afectaba de lleno al Maestranza . Quien dicta esto no sale a la calle: todo está absolutamente lleno , en muchos casos sin mascarillas (personas sentadas en una mesa a medio metro sin que tengan que ser convivientes), o bien se prolongan colas que, aunque se esté con mascarilla, no siempre se respeta la distancia de seguridad.

Y lo único que puede garantizar el estricto cumplimiento de la ley (temperatura al entrar al recinto, supervisión en el uso de mascarilla durante todo el espectáculo por personal de sala, número máximo de personas en los servicios, uso de gel hidroalcohólico, distancia requerida entre espectadores, supresión del descanso a mitad de programa, desalojo controlado, etc.), lo cierran.

Lo de abrir para 200 personas un teatro de 1800 localidades no puede ser, porque ni es rentable , ni muy ‘humano’: ¿qué criterios han de seguirse para seleccionar a los aficionados que no podrán asistir, cuando todos tienen ya su entrada o abono ya comprado?

La ROSS nos ofrecía un concierto romántico donde los haya, con dos obras referenciales que garantizaban el disfrute -a priori- del respetable: el ‘Concierto para piano nº 1’ de Brahms y la ‘Octava’ de Dvořák . Hace cuatro años le oímos a González una maravillosa ‘Octava’ de Beethoven , una plaza nada fácil para una obra tan conocida.

Brahms tuvo a Beethoven como la gran referencia de su vida musical, así que nos extrañó que el director asturiano hiciese el Brahms menos Brahms que nunca hayamos escuchado. A pesar de que el compositor era joven cuando estrenó su ‘Concierto’, ya poseía una gran madurez y sobre todo esa mente alemana que no suele dejar resquicios en sus ‘construcciones’.

El tema que abre el enorme movimiento inicial de unos 20 minutos (casi la mitad de la sinfonía) se compone de una idea de entrada y cuatro añadidas, que van tejiendo el enorme tapiz sonoro , a la vez que van reapareciendo una y otra vez trasfiguradas, tanto en la orquesta como en el piano. Porque este concierto no es de acompañamiento de ‘chittarrone’, sino que hay una interacción constante de solista y orquesta , realzando las texturas con las ideas citadas, cosa que apenas se destacó.

Es difícil saber siempre quién decide el ‘tempo’, si lo impone el solista, el director o llegan a un acuerdo. Pero el del citado primer movimiento fue de una morosidad exasperante , porque entre que no reflejaba una sólida arquitectura textural y que aquello no avanzaba, se convirtió en una monotonía prolongada; y de hecho, el ‘Adagio’ siguiente fue más de lo mismo.

Estado lamentable del piano

A Morales lo hemos oído hace mucho tiempo, y es un buen pianista, pero seguramente se dejó enredar (confesó que era la primera vez que lo tocaba en público). Y entre eso y el estado lamentable del piano , las melodías más líricas se le diluían entre los dedos: los armónicos del piano son una quimera, porque los sonidos que emite son secos, desabridos, y acaso por eso el pianista buscó su prolongación en el pedal fuerte. En el ‘forte’ los acordes suenan a rajados, rotos.

Si alguien cree que exageramos, que se pregunte por qué los pianistas asiduos al Maestranza alquilan un piano cuando tocan aquí (el último, Sokolov). Nos lo dijo hace años Fernando Palacios referido a los conciertos didácticos: sólo habría que programar un espectáculo menos en la temporada. Y la redondez de los 30 años podría un aliciente; se dirá que no es el momento, pero es que nunca parece que lo sea…

Si González se sabe la ‘Octava’ de memoria no sabemos por qué descuidó -o eso nos pareció- el ‘Concierto’: la orquesta responde rápido si el director tiene las ideas claras, y en el caso de Dvořák era así. Porque tras el descanso que supuso llevarse el piano, un director ‘distinto’ subió al podio : había claridad, intensidad, innumerables matices, mucho colorido, y sobre todo contrastes entre las distintas ideas, con un control de la orquesta bastante logrado (algún desfallecimiento puntual en violines y chelos). Así que tras la languidez, tras la ‘melancolía’ de los tiempos (y Brahms no es Dowland), llegó la luminosidad de un músico checo .

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