Música

El recuerdo robado de una Navidad flamenca

Los villancicos, ese repertorio que se revisita cada año para recrear un universo propio

'Familia gitana', óleo de Joan Marti Aragonès Archivo de J.M.A.

Luis Ybarra Ramírez

La normalidad de la Navidad flamenca es anterior a la normalidad a lo que la mayoría acostumbrábamos antes de la llegada de la pandemia. Como los cuentos de Charles Dickens , entre lo victoriano y el ensueño, tiene un universo propio. Unos códigos, casi irreales, que conforman su arquitectura, ensalzándola dentro de una estética radicalmente particular. Ese mundo, en el fondo, pertenece más a ningún lugar que al pasado. Está henchido de nostalgia. De una añoranza de lo no vivido que se desprende como una pavesa del fuego.

Las llamas de los ojos de los niños mantienen encendida la candela. Solo ellos, entre vítores, palmas y botellas de anís rascadas con cubiertos, hacen que de verdad exista el alborozo del presente. Por ellos, así es, pesa más en el centro de la mesa ese momento de reunión que los tiempos pretéritos, incluso que el porvenir, cuando descubran las confesiones que en ese instante se les ocultaron. Tienen confusa la historia y clara la alegría. La nostalgia, a su lado, habla de pastores y de nieve desde una calle empedrada de Jerez, donde nunca vieron la lluvia blanca. El sonido de los envoltorios de los mantecados, las panderetas, la zambomba, como el cuchicheo de los enamorados, que decía Emilia Pardo Bazán, es eterno, aunque vaya cambiando de manos. Se repite cada Navidad para devolvernos ese imaginario que se llena de atrezzo por diciembre. Que se hace reconocible cuando el corro, donde todos tienen una silla que ocupar, aunque no entre cualquiera, se cierra y una guitarra anuncia lejanos nacimientos.

Como la de Tim Burton o la de Berlanga , en 'Plácido', la Navidad flamenca solo existe en sí. Es una reproducción de lo ideal. Pintura. Costumbrismo. En ella, el valor de la familia echa un velo sobre todas las cosas. Si en 'El grillo del hogar', de Dickens, lo que impera es una luz tamizada vista desde el exterior, tras los cristales, aquí es el concepto de vieja hermandad lo que aglutina los elementos . La familia es un árbol más extenso que la sangre. Los pequeños estrenan desvelos mientras los grandes, de sabios, han vuelto hacia atrás como un viento de domingo para ponerse su careta de imberbes, y ríen más, y recuperan una capacidad que otros les creían perdida: para la sorpresa y el éxtasis. Hermanos y abuelos, padres, madres, primos y parentescos más difusos, tan propios por estos lares, se citan alrededor de ese corro donde no existe la vergüenza ni el fallo. El que está falto de talento tiene el mismo protagonismo que quien lo derrocha, porque esto no es un espectáculo, sino un ritual. Cantar villancicos es una forma de compartir. Alzar la voz y agitarse esos recuerdos del pecho que no están en la memoria, sino que habitan dentro de una niñez de papel. Pura nebulosa de felicidad y anhelo. Tan sincera como coreografiada hace años. Entre reyes y dulces, regalos y coros espontáneos que surgen porque sus intérpretes de sobra conocen ese estribillo. Lo han aprendido de fuerza de calzador, año tras año.

La Navidad flamenca, por tanto, no evoluciona. Está congelada en el recuerdo de otros que el resto hemos adoptado como propio . Yo, por tanto, he visto al Niño Gloria , llamado así por la letra de un villancico, tocar las maderas del portal. La Paquera ha encendido las luces de mi casa. Y María Terremoto, Israel Fernández, Argentina, Ezequiel Benítez y Julián Estrada, cinco de los que han publicado recientemente villancicos, también. ¿Qué otro género musical produce material nuevo en cantidades ingentes cuando se aproximan las fechas del cambio de año?

Manuel Lombo ha grabado dos álbumes enteros. Fernando Terremoto , hace ya dos décadas, hizo de todo ello una bandera, creando la escuela que se ha seguido desde entonces con composiciones como 'El racimo de las doce' y 'Diciembre'. Los Farruco andan festejando por toda la geografía española lo que sucede en su casa; abren, sin complejo, las puertas de su hogar para prestarnos una de esas sillas desde la que contemplar la ceremonia sin ser partícipes. Como decía Chano Lobato : «Quien sepa tocar las palmas, que las toque; quien no, que coja tapitas». Y eso hacen los Pérez-Vera, agricultores de la sevillana. Vivir una recreación que se ha llevado a las tablas, porque el público merecía descubrirla. La misma escena que se arranca de la lengua La Macanita con el cineasta Carlos Saura es la que dibujan los Sordera con azúcar y canela. El Cigala camino de Galilea y Manolo Vargas susurrando entre la mula y el buey coexisten en ese escenario. La Navidad flamenca es una alberca donde confluyen las cosas amables. El niño que nace sigue en el centro. La familia, que lo busca en sus coplas, alrededor. Y la música, como la mirra, imanta en su humildad todo lo que orbita.

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