Los conflictos de «Don Carlo»

Una escena de «Don Carlo» Javier del Real

Alberto González Lapuente

Traspasada la medianoche, y tras cuatro horas de representación, concluía la sesión inaugural de la temporada 19-20 del Teatro Real. Los intérpretes todavía saludaban desde el escenario mientras los Reyes Don Felipe y Doña Letizia permanecían en el palco. A pesar de ello, los espectadores ya abandonaban la sala en tromba, incluyendo a los invitados institucionales y otros rostros conocidos de los que ayer hablaba en su crónica Almudena Martínez-Fornés. El carácter ritual de la sesión inaugural se formalizaba en la parafernalia y no tanto en el protocolo; asunto comprensible en tanto la ópera, entendida desde una perspectiva social, ha perdido ceremonia al tiempo que se dedica a buscar nuevas señas de identidad que la permitan sobrevivir conquistando a otros públicos. Sería sofisticado creer que la carrera de los espectadores era un acto deliberado, por ejemplo, en repuesta a la representación de una obra tan «injuriosa» para el orgullo patrio como el «Don Carlo» de Verdi. Ni por asomo.

El debate sobre la ópera, entendida como género, se centra cada vez más en el cacareo y muy poco en las razones ideológicas que puedan contenerse en una obra, aunque su carga crítica sea pólvora entre la imperofilia y la imperofobia. Cuando en el Real se programaba bajo el convencimiento de que el teatro tiene capacidad de intervención docente, una obra que deja aflorar el fanatismo, la crueldad y el despotismo de Felipe II, amén de otros detalles que desmejoran mucho nuestra imagen histórica, habría sido una herejía capaz promover una discusión interesante. Como ahora lo que se defiende es la pasión y el sentir, es decir, la capacidad de conmover, «Don Carlo» pasa por ser una simple ficción ideada por Méry y Du Locle a partir de la famosa obra de Schiller. Y la huida del público solo pueden entenderse como exceso de sueño ante lo avanzado de la noche o desapego ante una propuesta teatral sostenida sobre la acrítica producción escénica, un punto ceremonial y cansina, que David McVicar diseñó para la Ópera de Francfort hará doce años.

«Don Carlo» ha llegado al Teatro Real en la versión de Módena, en cinco actos y en italiano, más coherente en el argumento que las demás. Significa que en ella el tiempo va apelmazándose hacia lo oscuro. Poco a poco. Desde el acto de Fontainebleau en el que Elisabetta y Don Carlo revientan de amor hasta que finalmente Carlos V arrastra a su nieto al sepulcro. McVicar lo cuenta sin apenas intervenir en la cuestión, más allá de la sensación que deja la visión de un escenario único cuya amplia, monumental y fría escalera coloca la obra en un lugar de evidente congestión. Es una solución aseada ante una obra cuya multiplicidad de conflictos (padre e hijo, compromisos políticos, encuentro iglesia y estado) requiere mucho valor si es que se está dispuesto a intervenir. Reducida la cuestión a una visión puramente ambiental, McVicar, o en este caso Axel Weidauer como responsable de la reposición madrileña, mueve a los intérpretes sin especiales alegrías, con independencia de que alguno de ellos se manifieste particularmente torpe. Que el famoso auto de fe resulte suntuoso responde a la petrificación de la escena, a la inmovilidad de la gran mayoría de los participantes, a una gran cruz que arde peligrosamente y a la soberana presencia del vestuario de Brigitte Reiffenstuel.

El Teatro Real ha organizado catorce representaciones de «Don Carlo», incluyendo tres repartos distintos y cuatro protagonistas, obligado, en este caso, por la ausencia justificada de Francesco Meli por enfermedad. Él mismo y algunos otros participaron en la producción de «Il trovatore» que cerró la temporada anterior, antes de que todavía se escuchará en concierto la también verdiana «Giovanna d'arco». Las circunstancias de este «Don Carlo» obligan, sin embargo, señalar algunos otros matices. Fundamentalmente, porque al frente de la dirección está Nicola Luisotti, cuyo prestigio verdiano se consolida desde una interpretación que fue demasiado obvia, de sonoridad evidente, convencional, inmediata, falta de encanto y de mordacidad, siempre fluctuante en una gama dinámica alta y cuya mejor contraprestación se obtuvo en los momentos de efusión orquestal. Debería considerarse la diferencia entre lo que se escuchó y lo que podría sonar en los próximos días cuando se penetre en un mayor sicologismo, en tanto la función de estreno fue un acto en el que afloraron muchos nervios y varios desajustes que alcanzaron al coro titular. Resistió la presión con mayor autoridad Dmitry Belosselskiy apoyado en una presencia muy notable. Escaso todavía en la escena «Ella giammai m'amo», el encuentro entre Felipe II y el Gran Inquisidor dejó un regusto de cortedad, también porque en Mika Kares vence la altura física a la penetración del carácter.

Si alguien sufrió especialmente la presión del día fue el protagonista, Marcelo Puente. Su muy personal color vocal, sostenido en un saludable vibrato, se hizo más patente a partir del duetto del segundo acto, «Io vengo a domandar grazia». Luego apareció la solvencia y la adecuación, hasta llegar en buena posición al encuentro final con Rodrigo. Aquí, Luca Salsi se resintió del esfuerzo y su aria «O Carlo, ascolta» puso de manifiesto inestabilidad vocal, una voz grande y con coraje, pero de línea poco depurada hasta el punto de que «Io morrò» penetró en un «parlato» fingido en exceso. Con coraje, acerada y algo hueca en el grave, Maria Agresta hacía su presentación en el papel de Elisabetta. La escena «Tu che la vanità conosce» fue el punto culminante de su actuación. Cantó luego con mayor incisión en el inmediato duetto con Carlo «Ma lassù ci vedremo», emitiendo sustanciosas medias voces. Aún Ekaterina Semenchuk, acostumbrada al papel de la princesa de Éboli defendido en grandes escenarios, elevó su interpretación desde lo rústico en la «canzone del velo», pasando a la fogosidad en el terceto con Carlos y Rodrigo, y concluyendo con apuntes introspectivos en su aria «O don fatale». Porque desde el grueso acabado del primer acto al brillante arrebato del último, «Don Carlo» ofreció muchas caras. Quizá más desde una perspectiva fisionómica que consolidando una geografía suficientemente tortuosa capaz de convertir la falsedad del relato en una certeza creíble. O de elevar la filosofía del asunto hasta justificar el siempre reconfortante y saludable intercambio de ideas.

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